Y si todo fuera verdad…
Por James Neilson
Y a antes de que Carlos Menem se instalara en la Casa Rosada, circulaba una cantidad notable de informes sobre su propia trayectoria, sobre las de quienes formaban la abigarrada corte de personajes que lo rodeaban y sobre sus vínculos con sus “paisanos” del Medio Oriente. Aunque algunos datos eran sin duda falsos, producto de la malicia o de la confusión de los tentados a investigar la vida y milagros del próximo caudillo nacional, a esta altura la mayoría de los interesados en tales cosas está convencida de que una proporción significante se aproximaba a la verdad. Como ha confirmado la pesquisa que llevó a cabo “Río Negro”, los menemistas “de la primera hora” no tuvieron empacho en hacer valer sus credenciales de árabes presuntamente fieles a la tierra de sus abuelos para recaudar los fondos que, como sabemos, son imprescindibles en todas partes para una campaña proselitista como Dios o Alá manda. En el caso de Menem, tal apego a lo árabe era relativo -el futuro presidente ni siquiera se había tomado el trabajo de aprender más de dos o tres palabras del idioma de sus mayores-, pero al pensar sus interlocutores medioorientales en lo que aquella oveja descarriada podría hacer por ellos si se las arreglaba para erigirse en presidente de los argentinos, detalles de este tipo les parecieron menores.
De todos modos, sólo se trataba del comienzo. Según “los rumores” que siempre han flotado en torno de los menemistas como nubes de langostas, luego de haber embaucado a individuos tan temibles como Muammar al-Gaddafi y Haffez al-Assad, prometiéndoles misiles, bombas atómicas y vaya a saber qué más a cambio de un poco de plata para la campaña, Menem y sus amigos se pusieron a convertir al gobierno en una máquina de hacer dinero, muchísimo dinero, cobrando “comisiones”, recibiendo “regalos” y colaborando con Alfredo Yabrán y otros empresarios de la misma especie. Conforme a Transparency International, en la década menemista la Argentina se transformó en uno de los países más podridos del mundo, aventajando en esta carrera por varios cuerpos no sólo a Italia y al Brasil sino también a una cohorte de cleptocracias africanas, lo cual podría considerarse una proeza realmente asombrosa. Conforme a TI, pues, a partir de 1989 se produjo una transferencia de recursos en escala gigantesca desde los honestos hacia los demás. ¿Cuántos miles de millones de dólares habrían logrado embolsar éstos? Lo probable es que ni siquiera ellos mismos lo sepan con exactitud.
Abundan los motivos -fidedignos o no, da igual-, para sospechar que el gobierno menemista fue “el más corrupto de la historia”, de suerte que no extraña que lo hayan creído a pie juntillas tantos periodistas, empresarios y políticos, incluyendo, desde luego, a los jefes de la Alianza actualmente en el poder. Pero si bien a todos les parece evidente que buena parte de “los rumores” se basan en hechos concretos, muchos prefieren actuar como si fuera cuestión de una vasta fantasía colectiva, de un mito al cual se vieran obligados a rendir homenaje pero que ninguna persona inteligente tomaría por la verdad verdadera, para emplear una fórmula reveladora, es de suponer “oriental”, que en ocasiones ha usado el propio Menem.
La ambigüedad tiene sus ventajas. Nadie quiere figurar como un pobre inocente que está sinceramente convencido de que los menemistas son víctimas de una campaña de difamación maravillosamente eficaz, pero sucede que a muy pocos les atrae la idea de tener que enfrentarse con el desafío que se plantearía si lo que casi todos dicen creer que ha ocurrido ocurrió en realidad. ¿Cómo soslayar este dilema? Es fácil: basta con desdoblar el mundo, por así decirlo, enviando las partes más desagradables a una zona verbal y tomando en serio sólo lo que parece manejable. Puesto que la saga de los menemistas es innegablemente novelesca, lo mejor sería juzgarla como si fuera una obra de ficción porque entonces nadie tendría que arriesgarse procurando incorporarla al imperio de la ley.
En vista de las dimensiones que ha adquirido la corrupción, para no hablar de las relaciones de ciertos dirigentes locales con los líderes de regímenes mafiosos del Medio Oriente, puede entenderse la voluntad de tantos hombres y mujeres de buenas intenciones de reemplazar la Argentina tal como es por un país ficticio en el que todos se comportan bien y lo único malo es la costumbre difundida de intercambiar denuncias tremendas. Pero, desgraciadamente para quienes piensan así, cuanto más se demore el inicio definitivo de “la lucha contra la corrupción”, más peligrosa resultará. Si el nuevo gobierno se conforma con “mirar hacia adelante, no hacia atrás”, o sea, si permite que los ladrones conserven el botín a cambio del compromiso tácito de no robar en el futuro, no conseguirá más que asegurar que la Argentina continúe alejándose cada vez más de la “normalidad” primermundista, lo cual, para el grueso de sus habitantes, sería una catástrofe sin atenuantes.
Mal que les pese tanto a los corruptos como a los reacios a enojarlos, los países más poderosos están resueltos a exportar sus propias pautas, las cuales son distintas de las respetadas aquí y, en cuanto sean aplicadas, servirán para desencadenar una sucesión de conflictos de desenlace incierto. En Inglaterra, un ex ministro de Margaret Thatcher, un hombre que a juicio de muchos podría haber sido el próximo líder del Partido Conservador, tuvo que purgar seis meses en la cárcel por haber mentido sobre la cuenta de un hotel parisino por dos mil dólares: dijo haberla pagado él con su propio dinero pero se descubrió que en verdad lo había hecho un jeque árabe.
¿Cuál sería el impacto en Gran Bretaña si un diario mostrara que es razonable suponer que la campaña electoral de Tony Blair ha sido costeada por potentados medioorientales, y que los actos de terrorismo más sangrientos ocurridos en las islas en el curso de los años noventa fueron destinados a recordarle que le convendría honrar las obligaciones asumidas? A menos que todo resultara ser una fábula sin pies ni cabeza, el gobierno caería, el partido laborista se desintegraría y Blair y sus amigos pasarían el resto de sus días entre rejas, destino no muy diferente de el que bien podría sufrir Helmut Kohl, el estadista europeo más prestigioso de los últimos tiempos, por no haber registrado como es debido donativos para su partido que recibió entre 1993 y 1998 por valor de un millón de dólares, monto que haría reír a cualquier operador político argentino.
Para algunos, tanto rigor pedantesco será una señal de inmadurez o de la existencia de alguno que otro complejo freudiano limitado a los pueblos de cultura protestante, pero no es así. La corrupción política no es sino un síntoma evidente del profundo desprecio que sienten muchos dirigentes por “la gente”, ante la cual su actitud es la del estafador frente a sus víctimas. Es lógico, pues, que las sociedades más corruptas sean por lo común las más injustas y las peor gobernadas. También lo es que, luego de haberse institucionalizado la democracia formal, la ciudadanía, presa del desencanto, comience a presionar para que sean eliminados los privilegios corporativos, uno de los cuales consiste en la impunidad, que los políticos se otorgaron cuando encarnaban la libertad. Puede que la Argentina ya haya entrado en esta etapa. De ser así, la mayoría estará por exigir que sus dirigentes, trátese de oficialistas u opositores, se comporten más como sus homólogos noreuropeos y menos como sirios o libios, cambio de enfoque de implicancias siniestras para aquellos menemistas que tienen excelentes motivos para temer a los memoriosos.
Y a antes de que Carlos Menem se instalara en la Casa Rosada, circulaba una cantidad notable de informes sobre su propia trayectoria, sobre las de quienes formaban la abigarrada corte de personajes que lo rodeaban y sobre sus vínculos con sus “paisanos” del Medio Oriente. Aunque algunos datos eran sin duda falsos, producto de la malicia o de la confusión de los tentados a investigar la vida y milagros del próximo caudillo nacional, a esta altura la mayoría de los interesados en tales cosas está convencida de que una proporción significante se aproximaba a la verdad. Como ha confirmado la pesquisa que llevó a cabo “Río Negro”, los menemistas “de la primera hora” no tuvieron empacho en hacer valer sus credenciales de árabes presuntamente fieles a la tierra de sus abuelos para recaudar los fondos que, como sabemos, son imprescindibles en todas partes para una campaña proselitista como Dios o Alá manda. En el caso de Menem, tal apego a lo árabe era relativo -el futuro presidente ni siquiera se había tomado el trabajo de aprender más de dos o tres palabras del idioma de sus mayores-, pero al pensar sus interlocutores medioorientales en lo que aquella oveja descarriada podría hacer por ellos si se las arreglaba para erigirse en presidente de los argentinos, detalles de este tipo les parecieron menores.
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