En el lago Pellegrini con Julio, tercera generación de pescador artesanal

Sale todos los días con su bote a buscar pejerreyes y percas. Nos cuenta su historia mientras lo acompañamos en su trabajo.

En el lago Pellegrini con Julio, tercera generación de pescador artesanal

Sale todos los días con su bote a buscar pejerreyes y percas. Nos cuenta su historia mientras lo acompañamos en su trabajo.

En el lago Pellegrini con Julio, tercera generación de pescador artesanal

Quedamos en salir a las 6 de la mañana de un lunes directamente desde la costa del lago Pellegrini, en Cinco Saltos. Hace rato que tenía la idea de entrevistar a algún pescador artesanal de los que sabía que existían por comentarios, y ahí estábamos concretando lo que para mi, hasta ese momento era un misterio.

Julio Aravena tiene 31 años. Lo crió su abuelo Salvador al que él llama papá, uno de los pescadores más tradicionales de la península que subió y bajó redes hasta no hace mucho y durante más de 45 años.

La historia de Julio es conmovedora y crean queridos lectores que me cuesta un poco hacer foco.

El sol sale desde las entrañas de ese lago artificial que es el Pellegrini, un sitio que ha ido creciendo en densidad edilicia de forma llamativa y que los 21 de septiembre de todos los años tradicionalmente explota de adolescentes y estudiantes que festejan como si fuese el ultimo día de vida sobre la tierra. El lago fue creado hace más de 100 años cuando se construyó el Dique Contralmirante Cordero.

Dicen que por medio del lago hay un camino, una huella a 30 metros bajo agua, donde alguna vez pasaron carruajes de burros con leña. Material cotizado en todas las épocas de la humanidad.

A Julio el oficio se lo enseñó su abuelo pescador. “Dos veces intenté dejar la pesca y probé en irme a la ciudad. Volví enseguida, no me hallo”. Julio es la tercera generación de pescadores del lago Pellegrini. Su rutina comienza tipo seis de la mañana en verano y dos horas después regresa a tierra firme. En el medio levanta y vuelve a bajar dos redes de 60 metros aproximadamente cada una. De una saca pejerreyes, de la otra percas y carpas.

“Ahora seremos cinco pescadores, cada vez hay más furtivos, nosotros estamos desde toda la vida, yo a los ocho años ya pescaba, todo lo que sé, me lo enseñó mi abuelo”, dice Julio.

El bote avanza con un motor de 25, nos detenemos en el medio del lago, nos desplazamos hasta una boya y Julio recoge la primera red. Uno tras otro los pejerreyes van cayendo en un balde como una milagrosa lluvia abastecedora. Julio tiene su clientela de la península y de otras ciudades, también provee a un restaurante de Cinco Saltos. “Un buen día de pesca son 15 kilos de cada pescado, lo que más se vende es pejerrey y perca, la carpa todavía está mal vista y cada vez hay más”, comenta.

Julio cuenta que el oficio lo aprendió de su abuelo.

Sacrificada es la vida de Julio, quien intentó entrar a la fuerza policial para salir de la monotonía y fue rebotado tres veces por no tener la altura necesaria. “Ya está, fui tres veces y en las tres rebote. Soy pescador y jardinero, cuando no estoy en el bote o fileteando hago trabajos de plantas o pinto casas. Esta época sale mucho trabajo de pintar piletas”.

Mientras avanzamos y el sol va subiendo pienso en las bocinas de la ciudad, los autos, la gente moviéndose automáticamente, las colas en los bancos, el reloj, los horarios, los chicos en el cole, el supermercado, las reuniones. Pienso en esas personas que ni saben que Julio existe. Miro las manos de Julio, los ojos, las arrugas del sol, el sacrificio del trabajo. Levantar la red, sacar los peces uno por uno, llenar los baldes, bajar las redes y así todos los días. Nunca se sale con viento, y lo más terrible es mojarse las manos y los pies en el invierno. “Cuando era chico lloraba en el bote, se me entumecían las manos y mi papá me las agarraba fuerte y las apretaba y yo no paraba de llorar”, recuerda el pescador.

No puedo borrarme esa imagen de mi cabeza. Escribo esta crónica a casi 24 horas de haberme subido a ese bote y esa imagen me perturba, me aprieta el pecho, un niño en un bote con las manos congeladas, llorando, levantando la red con su padre, con su abuelo, generación tras generación como un loop cultural porque eso es lo que se sabe y eso es lo que se aprende.

Pejerreyes y carpas.

“Hubo un tiempo donde solo salían por día 4 pejerreyes”, cuenta Julio mientras llena los baldes de carpas. La carpa es un tema, si bien fue traída de afuera hoy es una plaga que no tiene demasiado mercado, sobre todo por el prejuicio de la gente. Son piezas de carne para nada despreciable, pero muy grasosas y para cocinarla no basta con tirarlas en una parrilla o meterlas en una olla. Aún nos debemos un aprendizaje culinario para poder consumirla. Yo la probé en escabeche y no está para nada mal.

Llegamos a tierra firme luego de dos horas, bajamos los baldes de una pesca bastante buena. En la casa nos espera Salvador con unos mates, a los 12 años comenzó a pescar y hace poco tuvo que dejar por una dolencia física. “Ha cambiado todo, el nivel del agua, la cantidad de peces, la forma de pescar”, nos cuenta con esa mirada de sabio mientras apura su mate enlozado.

Quedamos en vernos en breve, en comernos un asadito en la isla de los Huesos o en Pitacó. Salvador no me deja ir, larga historias de jornadas de pesca con amigos, sartenes, aceites, pejerreyes, fritangas y toda la familia arriba del bote cocinando tortas fritas, como un cuento donde el tiempo todo lo hace mejor.

Nos despedimos con un abrazo, mientras el sol que nos acompañó en la pesca se acomoda más arriba y nos llena de luz toda la cara.

La pesca del día, un botín nada despreciable.

Al final del día, Julio comparte unos mates con su abuelo Salvador.


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