Cómo viven los soldados de EE. UU. en su «jaula dorada» de Afganistán

Por Can Merey

Delante del nuevo «Burger King» se forma una cola larga, a pesar de que por la noche habrá langosta y de que los filetes del mediodía todavía no están digeridos. Algunos acompañan la hamburguesa y las papas fritas con un café frío del 'coffee shop' junto a la peluquería. Hay 15 tipos diferentes de café. Quien no quiera hamburguesa ni langosta puede elegir en el «Food Court», entre comida tailandesa y pizza. Para combatir los kilos de más, hay un gimnasio cerca. Parece un pedacito de Estados Unidos, pero está en el centro de Afganistán.

La mayor base de Estados Unidos junto al Hindukush se llama Bagram. El nombre proviene de un pueblo afgano vecino mucho más pequeño, con el que la base no tiene nada en común salvo el nombre y el clima. En el alambre de púas y las barreras vigiladas por tanques termina Afganistán. Detrás comienza un mundo nuevo. En él viven unas 6.500 personas, de las cuales 5.000 son soldados estadounidenses y mil son civiles. Otros 500 provienen de países que participan en la guerra contra el terrorismo.

Más allá de la guerra, en la base todo está estrictamente regulado, hasta el tráfico en la calle principal, que se extiende por kilómetros. Se pintaron pasos de cebra sobre la llamada «Disney Drive», bautizada así en honor a un soldado muerto. Allí se detienen incluso los vehículos acorazados y sus conductores saludan amables a los peatones. Estos son considerados por los conductores afganos casi como ganado que se puede controlar con bocinazos constantes. De hecho, en el resto del país reina una gran anarquía en las calles: todo el mundo conduce tan rápido como lo permiten los baches y los coches viejos. En Bagram, en cambio, quien conduce a más de 25 km/hora o sin cinturón de seguridad es multado.

Los deportistas que corren por el «Disney Drive» llevan reflectores incluso de día. Quien se canse de correr, puede comprar una bicicleta en el mercado de los soldados, el llamado «PX». El vehículo viene acompañado de un casco, aunque eso sí: sólo se puede adquirir a cambio de dólares. Los afganos no son admitidos en el «PX». Claro que el surtido allí no es comparable con el habitual de las tiendas afganas. En la enorme sala se encuentra no sólo todo tipo de golosinas de Estados Unidos. La oferta también se dirige a militaristas y patriotas.

Así, los soldados pueden comprar un tapafunda para pistolas y pañuelos marca «Hoo-Ahhs», empaquetados con colores de camuflaje. Para el tiempo libre sin uniforme, hay camisetas. Existen algunas rojas con la leyenda «Fuerza de ataque antiterrorista» bajo la cual hay un águila. Otras muestran una mezcla de diablo y perro de presa y promocionan a los marines estadounidenses. Los DVD del mercado ofrecen la posibilidad de escapar a las poco populares emisoras del «American Forces Network». Entre ellos se encuentra una edición especial del filme «Pearl Harbour» sobre el 60 aniversario del ataque japonés, así como la cinta bélica «Behind Enemy Lines».

Algunos soldados echan de menos una verdadera cerveza fría y no pueden creer que a sus colegas alemanes en Kabul, por ejemplo, les permitan beberla. Pero por lo demás, apenas hay quejas. «Chaow» se llama la comida en la jerga de los soldados, en la que la aprobación se manifiesta con un fuerte «hooah». E incluso en las intervenciones externas los soldados no deben renunciar a la comida caliente. «Meal Ready to Eat», MRE, es comida preparada, pero mucho más rica.

«Have a nice day, Sir», desean los encargados de repartir la comida con total amabilidad. Por la mañana reparten huevos con bacon. Al mediodía y a la noche, el menú cambia constantemente. Langosta y filetes sólo hay una vez a la semana, pero los demás días tampoco hay quejas. A quien le parezca mucho comer cerdo asado o pechugas de pollo, puede servirse ensalada. De postre, hay pasteles y helado. De todas maneras se trata de una jaula dorada. Los soldados sólo pueden abandonar la base para realizar las todavía peligrosas intervenciones. Gimnasios, películas en pantalla grande o incluso langosta terminan por aburrir en el largo año que la mayoría debe pasar en Afganistán. Y en algún momento ya se probaron los 15 tipos diferentes de café.

Delante del coffee shop, los jóvenes soldados pasan el tiempo fumando y hablan sobre diferentes tipos de armas. «Me gustaría tener una ametralladora como ésta en mi camioneta», dice uno de ellos. Sus compañeros de la mesa de al lado prefieren hablar de cuánto tiempo deben permanecer en el Ejército. Muchos de ellos saben que después de Afganistán les puede tocar ir a Irak.

«¿Se cansó de subir y bajar por Disney Drive?», se lee en un cartel de ofertas de ocio en el «chaow-hall», el comedor. Pero también los cursos sobre la Biblia o de baile latino, el vóley y el levantamiento de pesas alguna vez se vuelven monótonos. El hecho de que los contactos sexuales estén prohibidos no facilita las cosas. Pero incluso si el sexo estuviera permitido, sería difícil encontrar lugares para practicarlo.

Los soldados duermen con muchos otros en una barraca, cuyas ventanas están cerradas con clavos. Entre cama y cama apenas hay un metro y medio de distancia. La privacidad no existe. Ni siquiera en los baños hay puertas, sino sólo cortinas que no cierran muy bien. Pero más allá de eso, la tecnología de la base funciona incluso en los baños, donde como en todos los edificios de Bagram el aire acondicionado está puesto a 18 grados, mientras afuera hay 40. «La falta de privacidad a veces molesta un poco», dice el suboficial Jack Holt, de 46 años. Muchos buscan consuelo en los contactos con sus casas, lo que tampoco es fácil: las computadoras con conexión a Internet casi siempre están ocupadas y la línea sobrecargada. Los soldados no tienen teléfonos móviles y las conversaciones telefónicas privadas son complicadas con la línea del Ejército.

Holt, padre de una niña de siete años y un niño de 16, no habla con su familia desde hace tiempo. «Hace dos o tres semanas que no consigo comunicarme». De todas maneras, algunos no quieren aceptar los 14 días de vacaciones que les corresponden por cada año de servicio. «Entonces estaría en casa apenas el tiempo suficiente para que mi mujer le diga a mi hijo: Mira, éste es tu papá», dice un suboficial, que acaba de ser padre.

La vida en Bagram no es fácil, dice el teniente Jim Hutchinson, y nada es comparable con estar en casa. «Hay que esforzarse, si no se corre el riesgo de caer en la monotonía», dice el joven de 26 años. El ya combatió en Irak y pronto podrá dejar Bagram. «No es Las Vegas, pero son las mejores condiciones que tuve en las cuatro intervenciones en el exterior que hice». Aire acondicionado, agua corriente y baños son cosas que le llaman la atención de Bagram. «A veces es difícil imaginar que estamos en un territorio en guerra».

(DPA Feature)


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