Cuestión de valentía

Columna semanal

LA PEÑA

Nuestro pueblo, mi querido Andalgalá, en el oeste de Catamarca, tiene más de 300 años, tantos como para contar largas historias que se remontan en el tiempo. Pero nuestras propias historias eran más cortas, sólo que con agregados de herencias culturales que reinaron en el pueblo por siempre.

Es decir, vivimos nuestra experiencia, pero a eso se sumaban las de otros y con muchos agregados, lo que hacían las historias interminables.

El cementerio era nuestro gran dilema. Estaba alejado del centro del pueblo así que si podíamos evitarlo lo evitábamos, de niños no estábamos obligados a ir a los sepelios así que eso nos dejaba más tranquilos. Pero lo contradictorio era que en un sepelio cualquiera, podíamos mirar aquello que nos parecía misterioso y que si en todo caso algún muerto revivía por un instante, había mucha gente grande para defendernos.

Nuestra fantasía, las supersticiones, las creencias tan arraigadas en un pueblo de tantos años, nos hacían imaginar que los muertos eran los que podían hacernos daño, que podían levantarse de la tumba y asustarnos o dejarnos sin noches en paz, que podían “tirarnos de las patas”, como solían decir mis amigos, que podían llevarnos con ellos. Claro, con los años entendimos que los muertos son los que no pueden hacernos nada, que los vivos en realidad, o muchos de ellos, son capaces de todo.

Lo cierto es que alguna vez fuimos cuatro amigos al cementerio para ver de qué se trataba. El muerto lo consiguió uno de ellos, el más callejero, que se enteró de un vecino que falleció y nos dijo que él conocía a la familia, que podíamos ir al cementerio a despedir sus restos sin que nadie nos mirara mal.

Fuimos, cinco de la tarde de un martes. Nos pusimos en primera fila, pantalones cortos, bien peinados y de zapatillas. Al primer llanto furioso de los deudos nos asustamos bastante, retrocedimos unos pasos y nos quedamos en la cuarta o quinta fila. Estábamos de más, no éramos ni parientes ni amigos del muerto, pero queríamos saber.

Y así nos animamos a ir al cementerio, pero lejos estábamos de perderle el respeto a ese lugar. Al contrario, nos pasaba que cada vez que íbamos, siempre con un muerto ajeno, nos quedábamos sin vos, apenas si se nos escuchaba, hablábamos tan bajo que no parecíamos nosotros.

Y siempre hay un ideólogo que va más lejos que otros. Julio nos propuso ir al cementerio a la oración, es decir a la hora de la misa, que en invierno implica casi de noche. Nos temblaban las piernas, pero fuimos, los cinco amigos originales se redujeron a cuatro porque el quinto ese día tenía un extraño compromiso con los deberes de la escuela que lo obligaban a faltar. Compromiso que no había tenido jamás, pero justo ese día sí.

Fuimos esa tarde y el enorme portón negro de hierro estaba cerrado, a lo lejos se veía un montículo de tierra y varias coronas de flores, señal inequívoca que esa misma tarde había existido un sepelio. Julio, el más dinámico de todos, no esperó un minuto, trepó al portón y desde arriba nos invitó a subir. Temblando subimos y entramos.

Efectivamente estaba la tierra blanda del sepelio de la tarde, las flores frescas y una oscuridad que ganaba terreno.

Fui el primero en sugerir que nos fuéramos. Pero los otros no quisieron. Empezamos a recorrer el cementerio, las tumbas y las cruces que apenas se distinguían nos daban el toque de miedo que nos faltaba.

Estuvimos casi una hora, y nos volvimos cuando casi no se veía nada. La clave era perderle el miedo, pero nos volvimos con una dosis extra. Prometimos volver, pero de día, para saber de qué se trataba, para descubrir si allí estaba algún conocido.

Y volvimos, pero será asunto de otra historia.

Jorge Vergara

jvergara@rionegro.com.ar


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