El caso Ruminot

Por Lorenzo A. Waldemar García (*)

Casi simultáneamente con la lectura del pronunciamiento del TSJ de Neuquén declarando la nulidad de la sentencia recaída en la causa sobre el asesinato de Susana Ruminot, leí en un diario que el autor del magnicidio de Olof Palme, en 1986, confesó en su lecho de muerte su culpabilidad, pese a que fue condenado en primera instancia y absuelto en la instancia de revisión.

Evidentemente la Justicia sueca, funcionando en un país del Primer Mundo, reconocido por su respeto por los derechos humanos, se equivocó, dejando libre a un ominoso homicida. No sabemos qué calidad de vida tuvo el sujeto durante los dieciocho años en que gozó de inmerecida libertad, pero sí que murió drogado y atormentado por su conciencia, al punto de verse compelido a confesar su crimen antes de afrontar la eternidad.

Los jueces de cámara escandinavos, cuyo error queda ahora expuesto, seguramente no se sentirán pasibles de reproche alguno en la medida en que sus conciencias se asienten sobre la tranquilidad de que absolvieron por insuficiencia de la prueba incriminatoria, pese a la enorme presión de toda la nación sueca que en su momento clamaba por Justicia frente al alevoso asesinato de quien fue un excelente primer ministro durante muchos años.

Vueltos a nuestro ámbito sudamericano y patagónico, me tocó intervenir en la casación interpuesta en el caso Ruminot en calidad de vocal subrogante del TSJ. El viernes 1 de octubre, el presidente del alto cuerpo dio lectura a la parte resolutiva frente a una tupida multitud expectante, que al escuchar la anulación del juicio absolutorio prorrumpió en manifestaciones de júbilo realmente conmovedoras.

Eran expresiones que nacían espontáneamente desde el dolor, desde el recuerdo de la persona querida cuya vida fue segada brutalmente en la plenitud de su existencia. El padre de la occisa expuso ante la prensa que la «movilización fue la clave para que se hiciera justicia».

Lamento contradecir al Sr. Ruminot. Al adherir al voto del Dr. Otharán descalificando el análisis de la prueba colectada en el juicio anulado, entendí que las objeciones al razonamiento del juez Castro eran atinadas y que el caso merecía un nuevo juzgamiento. En nada incidió en mi ánimo, ni en el de mis colegas integrantes del TSJ, las movilizaciones que vinieron llevándose a cabo desde el crimen atroz.

Antes bien, quienes hemos abrazado la carrera judicial con convicción y vocación de servicio, jamás cederemos frente a los Blumberg que proliferan a lo largo y lo ancho del país, que pretenden que «alguien» sea responsabilizado por los hechos criminales, aunque no se tenga certeza de su autoría y culpabilidad. No admitimos la conveniencia de encontrar «chivos expiatorios» para conformar a la opinión pública ni a los medios.

Las presiones, la coacción del repudio, el halago fácil que se obtiene al fallar como «quiere la gente», son todos factores que conspiran contra el «hacer justicia» en sentido cabal y verdadero. Por eso nos oponemos a los juicios por jurado, proclives a juzgar en sintonía con el clamor popular, los prejuicios, las emociones y la habilidad dialéctica de abogados defensores o fiscales.

El TSJ no condenó a nadie en relación con el crimen de Susana Ruminot. Sólo posibilitó otra instancia para el juzgamiento de los procesados, cuyo resultado no puede predecirse. Pero la comunidad neuquina puede tener la absoluta seguridad de que el caso no será resuelto por ninguna consideración extraña al análisis imparcial y objetivo de la prueba obtenida. De no ser así, no «habrá justicia» aunque alguien resulte condenado.

Debemos propender al mejoramiento de los equipos de investigación en el ámbito policial y judicial, dotándolos de la capacitación y medios técnicos y científicos acordes con esta altura de los tiempos, para que los jueces puedan disponer de elementos de convicción suficientes para decidir sobre la libertad y la vida de las personas involucradas, sin violentar sus conciencias.

Todo lo demás está de más.

 

(*) Camarista Civil de Neuquén


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