Elecciones en Nicaragua y la democracia electoral

La patria de César Augusto Sandino está de elecciones. Dentro de muy poco sumará el sexto mandato presidencial consecutivo desde la caída del último de los Somoza. Si el triunfador de la próxima contienda completa su sexenio al frente del Ejecutivo, Nicaragua podrá contar con el período más extenso de su historia política de presidentes electos por un sufragio sin otra restricción que la pobreza de sus ciudadanos. El pequeño país centroamericano dejaría atrás una larga historia de fraudes electorales, golpismo, movimientos insurreccionales y los clásicos desembarcos de «marines» del primer tercio del siglo XX. También de asesinatos políticos selectivos: Sandino en 1934, el primer Somoza en 1956, Pedro Joaquín Chamorro en 1978, entre otros.

La etapa actual, de prolongada democracia electoral, parece completar un ciclo a manos de quien fue parte del primer tramo: el sandinista Daniel Ortega. Hoy el candidato de la alianza «Unidad, Nicaragua Triunfa» está más cerca del retorno a la presidencia que cualquier otro competidor, según lo revelan los sondeos preliminares.

Desde la primera contienda electoral sin Somoza, en 1984, fueron los sandinistas gobernantes con la fórmula Daniel Ortega-Sergio Ramírez quienes se alzaron con la presidencia. Aquellas elecciones pusieron a prueba la legitimidad democrática en un país convulsionado debido al retiro de gran parte de la oposición política al sandinismo y a la guerra de guerrilla llegada desde la frontera hondureña por el ejército «contra» financiado con fondos del Tesoro norteamericano. Si bien en aquella ocasión un tercio del electorado decidió abstenerse o no pudo votar por hallarse en la zona rural, donde la guerra hacía imposible la concurrencia a las urnas, ese primer proceso eleccionario fue considerado limpio y transparente por los más calificados organismos internacionales.

En la siguiente convocatoria a elecciones presidenciales, en febrero de 1989, todos daban por seguro la continuidad del sandinismo. Tan convencido estaba el mismo Ortega y sus seguidores que sin ningún pudor «americanizaron» la campaña electoral. A pesar de un estilo bullanguero, con cotillón electoral propio de republicanos y demócratas, el presidente-candidato Ortega con camisas juveniles no pudo ocultar al comandante de una guerra. La conducción del Frente Sandinista de Liberación Nacional pudo ver al país real. El de los más de cincuenta mil muertos por una década de guerra. De una juventud desangrada por la milicia obligatoria. Tampoco pudo ver la sociedad devastada por una economía en crisis que había recibido durante el año previo a las elecciones un golpe de gracia con medidas de ajuste draconiano para los salarios y el consumo, nada diferentes de la de cualquier recetario de la ortodoxia neoliberal. Como bien observó un testigo argentino residente durante una década en aquel

país: «La fantasía de un programa de ajuste con aquiescencia popular probó ser un mito de tecnócratas que costó muy caro a la revolución». Para muchos nicaragüenses, durante 1987 y 1988, se había esfumado el sueño libertario, igualitario y humanista del primer sandinismo, cuando varias de sus principales figuras ya estaban en proceso de convertirse en una nueva elite económica y política, al haberse anticipado a eso que luego se llamó la «piñata» o sea la repartija de los abundantes bienes incautados a la familia Somoza y a los somocistas. Lo cierto es que el 25 de febrero de 1989 los sandinistas mordieron el polvo de la derrota y debieron transferir el mando a esa mezcla de conservadurismo, liberalismo y sentido común que rodeó la figura de Violeta Chamorro de Barrios. Había triunfado la candidata de una amplia coalición que prometía terminar con la guerra y el servicio militar obligatorio. Las mujeres y la juventud 'nica' se inclinaron mayoritariamente ante aquel discurso. Su actitud fue netamente defensiva. Primó la imagen de un ama de casa, viuda ella, una madre igual a aquellas otras madres que lloraban a sus hijos de dieciséis años muertos o los veían regresar mutilados de la guerra. Qué mejor una «madre» sufriente para llevar la paz a sus connacionales, ésa fue la «elección» de muchos nicaragüenses. También hubo decisiones micro, de «voto castigo» por aspectos que irritaban a muchos hasta a aquellos que habían participado en las rebeliones contra la Guardia somocista. Contaba para ellos la prepotencia del burócrata, el chantaje sexual de tal funcionario, el enriquecimiento injustificado de un vecino dirigente sandinista, la falta de elementos escolares mientras se publicaban en millares ejemplares de una mala novela apologética de la biografía de Carlos Fonseca, etc. Todo ello en el marco de las elecciones más competitivas de la historia del país. También de mayor participación. Hubo apenas un 13% de abstencionismo. El 55% de los votantes lo hizo a favor de la candidata Violeta Chamorro, dejando muy atrás el 40% obtenido por el Frente Sandinista y su candidato Daniel Ortega.

En 1989 Nicaragua se convertiría en la primera experiencia latinoamericana donde una mujer llegaba directamente a la presidencia y, además, lograba completar el mandato constitucional. También, resultaba un caso extraño para los «revolucionarios» de todo el mundo. Una fuerza política que se había fogueado en tiempos insurreccionales, gobernante por una década, con un ejército disciplinado, con sus cuadros ideologizados y armado hasta los dientes, vencedor a pesar del alto costo en vidas en la contienda contra las guerrillas antisandinistas, cumplía con lo estipulado por la Constitución aceptando el veredicto de las urnas. El mejor ejemplo de este respeto a la voluntad popular fue la decisión del FSLN de adaptarse al rol de oposición política y competir en tres nuevas ocasiones con el mismo candidato a la presidencia y aceptar las consecuentes derrotas.

Después de una década y media de cumplir como oposición más o menos civilizada, el Frente Sandinista de Liberación Nacional está muy cerca de consagrar nuevamente un presidente. Daniel Ortega, sin aquellas camisas vistosas ni colores verdeolivas después de tres fracasos electorales consecutivos, ocuparía el modesto palacio presidencial de Managua.

Esta vez su arribo sería de la mano de una alianza tan amplia que ha sido capaz de cobijar en su interior a un sector del agrupamiento fundado por los Somoza, el Partido Liberal Nacionalista. El triunfo posible de Ortega en noviembre de este año confirma que en la democracia electoral hay que ser persistente, a pesar de las derrotas. Más al sur, Alan García demostró que esto era posible, después de insistir durante un cuarto de siglo. Es que la democracia electoral es ganar y perder elecciones.

 

GABRIEL RAFART

Especial para «Río Negro»


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