Juan Falú, de los sabores de su infancia a los aprendidos en el exilio
El compositor y guitarrista argentino adoptó nuevos sabores mientras no estuvo en el país. Reconoce que supo incorporar alimentos que servían para reemplazar aquello argentino que no se conseguía.
Por Victoria Rodriguez Rey (@victoriarodriguezrey)
Juan Falú, consagrado guitarrista y compositor argentino, repasa a través de la alimentación un período doloroso de su vida, el exilio. De un momento para el otro se vio obligado a dejar el país para salvar su vida. Fueron ocho años en San Pablo, Brasil. Tanto la música como la comida fueron los elementos que le permitieron reconectar con la identidad en esa situación de destierro. En los mercados y ferias logró aprovisionarse de sabores de infancia, de militancia y descubrir también los sabores del pueblo que lo supo proteger.
Tener que irse
Juan cuenta cómo fue tomar la decisión de tener que irse a medida que la dictadura militar empezaba a mostrar de lo que era capaz. “Yo me fui en octubre del 76 hasta el 84. Un mes antes de irme, había sido secuestrado mi hermano Lucho. Nos exiliamos tres hermanos, mis dos hermanas, Ana María, Liliana y yo. Liliana y yo nos quedamos en San Pablo, Brasil, y Ana María pidió asilo a Holanda y se fue allá.
Yo estaba casado con un hijo de un año, Sebastián, y luego nació, tres años después nuestra hija Leticia.
Las circunstancias por las que nos fuimos fueron por una represión ya desatada, masiva y una familia que ya estaba muy apuntada, familia de militantes, de manera que si no nos íbamos seguramente hubiésemos tenido un destino parecido al peor de los imaginados.
Personalmente yo había tenido una militancia muy expuesta en la etapa universitaria y de hecho mi hermano Lucho fue siguiendo los pasos, integrándose a las mismas agrupaciones a las que yo estaba. Así que yo sabía que tarde o temprano iba a caer o me iban a buscar. De hecho, yo me fui de Tucumán en diciembre del 75 y estuve un año y medio en Buenos Aires, suponiendo que iba a pasar desapercibido pero bueno, el secuestro de mi hermano desata esa decisión de irnos”.
Música y comida, puentes sagrados de identidad en el destierro
Falú le da singular valor al hecho de buscar y encontrar sus alimentos en el exilio y particularmente, en las maneras de cocinarlos, como un modo de mantener viva la memoria. También reconoce que supo incorporar alimentos que servían para reemplazar aquello argentino que no se conseguía. Esta situación le abrió un mundo nuevo de sabores. Siempre con una fuerte disposición a conocer pueblos a través de la comida que se le hizo costumbre.

“Lo primero que se me ocurre decir, es que me aferré al tema de la comida, como lo hice con la música. Porque en la distancia fueron dos puentes, yo diría, dos puentes sagrados, con mi tierra, con mi gente y con mi ayer. Así que puse manos a la obra a poco de llegar. Lo primero que hice fue pensar en cómo hacer empanadas y locro. Ya preveía dificultades para ambos platos. Para las empanadas, qué hacer con la masa, no me quedaba otra que amasar porque discos de empanadas buenos hubiese sido muy difícil de encontrar. Allá en Brasil no hay empanadas. Lo que si hay y que son riquísimos son los pasteles que suelen venderlos en las ferias callejeras de verduras, frutas, embutidos, carnes, ferias extraordinarias, de la municipalidad de San Pablo, y al final de la feria está el bar que vende los pastelitos, que son de carne, fritos y cuadrados. Con una masa rica, esa sí se podía conseguir. Así que fui adaptándome para poder hacer empanadas como buen tucumano, porque en la empanada hay todo un sello de pertenencia, pero también es un plato ideal para la ofrenda de las reuniones con amigas y amigos o compañeras y compañeros en esa situación de destierro.
El otro tema era el locro, porque el asunto era el maíz. Hasta que lo encontré, pero no fue fácil porque ese maíz seco partido, que se usa para el locro, viene de culturas milenarias andinas, al menos eso ocurre en nuestro país. Un buen maíz para el locro se consigue por ejemplo en Jujuy, en Salta, en Catamarca, Tucumán, en los Valles Calchaquíes, hasta que lo conseguí. Ahí ya empecé a sentir una especie de alivio, porque ya podía hacer locro.
Me acuerdo que una vez hice un locro, yo estaba viviendo solo, me había separado y como el locro es una comida colectiva hice un locro en olla grande. Y mientras lo hacía pensaba, ‘¿y qué voy a hacer con este locro?’. Empecé a llamar a amigos y no encontraba gente con tiempo para un encuentro y lo tenía al locro hecho. Entonces lo cargué en una ruralcita que tenía y en la parte de atrás, salí con el locro a buscar gente interesada en compartirlo. Encontré un matrimonio muy querido, amigos también exiliados, la Alicia y el Gustavo y fue muy gracioso, cuando me vieron llegar no entendían nada, vieron que yo abría la puerta de atrás de la rural y sacaba una tremenda olla de locro”.
La adopción de nuevos sabores
Juan Falú supo de adaptaciones y adopciones. Aprender a cocinar en un nuevo paisaje alimentario no fue una tarea complicada para el artista. Los sabores del lugar que lo supieron contener dejaron vestigios que hoy integran su composición y su memoria.
“Después de la comida en el destierro, obviamente que incluye la búsqueda de la comida del lugar, pero eso yo lo hago siempre que viajo. No hace falta ser un desterrado para amigarse con la cocina y los sabores del lugar en donde uno está o a donde uno va. Eso lo hago siempre. Es importante el apego que uno tiene con la comida como expresión cultural de los pueblos y como una vía regia para conocer la cultura y el modo de ser de los pueblos. Entonces en Brasil hice eso. Aprendí también a hacer feijoada, por supuesto. Me encantaba lo que se conoce como el frango a passarinho, que es pollo a la pajarito. Se llama así porque al pollo lo cortan, en vez de ocho partes, lo cortan en dieciséis y lo fritan, con perejil y ajo y es una exquisitez.

Por aquel entonces, tenía una rutina, que era la de un laburante. Laburaba en esa rural Ford, marca Belina, visitando firmas porque me habían contratado para una fábrica de filtros y tenía que recorrer la ciudad de San Pablo, hacía 80 kilómetros diarios. Entonces, almorzaba en las llamadas lanchonetes, son bares donde se vende comidas en platos o para picar. Y ahí hay algunas cosas gloriosas como bocaditos de pollo, de bacalao y lo que se denominaba almuerzo comercial, que era arroz con porotos, porotos colorados, un bifecito finito, una ensalada y el café. Un plato perfecto, realmente perfecto y barato.
Ocurre que los miércoles en Brasil hay en esos lugares, feijoada, sea verano o invierno. Y así los miércoles comía feijoada, todos los miércoles de cualquier época del año. Por supuesto después de eso me tiraba en la parte de atrás del auto, buscaba un lugarcito a la sombra de un árbol con el diario La Folha de San Pablo y lo leía y me dormía una siestita. Después seguía laburando. Esto fue tan fuerte que cuando regresé y hasta hoy que han pasado casi cuarenta años sigo extrañando el arroz con feijoada. Cada tanto hago una feijoada y aquí me encuentro con las dificultades que encontraba allá con los ingredientes, pero lo bueno es que los encuentro. Lo más complicado de encontrar era el poroto negro, ahora es fácil de encontrar y cada vez más. Por suerte aparecieron variedades para que nos desasnemos y aprendamos a comer de manera variada y usando los ingredientes que uno ha perdido. Se repite algo de la historia, pero al revés.
Amé tanto la comida brasileña como la comida que incorporé desde la infancia y que aprendí a cocinar en la adultez. Y también encontré en San Pablo los lugares de la colectividad árabe, sobre todo sirio libanés y ahí me dio unos gustazos realmente increíbles. Eran lugares en barrios comerciales, sin ese estatus ni el glamour de los lugares refinados y caros, sino, bien en contacto con las barriadas populares, me encontré con los platos más exquisitos de la comida árabe. Eso fue para mí como encontrar un remanso.

Al regresar lo que más añoraba comer era la empanada por su puesto, muchísimo. También el pan casero, lo que allá se llama bollo tucumano y chipaco, en Santiago del Estero. Es un pan con grasa y chicharrón que se hace en el horno de barro y la versión sin levadura de ese pan es la tortilla, que es muy finita y se suele hacer al rescoldo. Bueno, todo eso extrañaba y lo quería probar inmediatamente, al regresar. Y el locro por supuesto, pero el locro nunca me faltó, siempre lo pude hacer así que no extrañaba tanto eso. De Buenos Aires extrañaba una buena pizza. Podría decir también un buen bife, pero creo que la pizza un poco más.
Es fácil imaginar que en situaciones de mucha pesadumbre, hay que encontrar fuerza, entereza, para sobrellevar situaciones no buscadas, no queridas, dejar la tierra, buscar nuevos laburos, buscar documentación, criar los hijos afuera, en fin. En medio de todo eso, el recuerdo memorioso de mis pertenencias de sabores y de músicas fue un salvavidas y la adopción de los nuevos sabores fue una forma de crecimiento y de acercamiento a un pueblo que me abrigó muchísimo».
Por Victoria Rodriguez Rey (@victoriarodriguezrey)
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