La democracia está en crisis


El drama actual de la democracia es que se ha democratizado mucho. Cualquiera hoy puede hablar. Y hay mucha gente hablando que no sabe respetar a los demás. Dice cualquier cosa y se pone a gritar.


En todos los países del mundo la gente está disconforme con sus gobiernos. En EEUU la imagen del presidente Joe Biden (que recién cumplió 11 meses de su mandato) ha caído por debajo del 40% y la mayoría dice que hoy no lo votaría. Su partido, el Demócrata, acaba de perder la elección en el Estado de Virginia, en el que Biden había ganado por más del 10% de los votos hace apenas un año.

Los liderazgos se desvanecen en el aire. Sucede en Alemania (país en el que el partido de Angela Merkel tuvo la peor derrota desde la Segunda Guerra Mundial) y en la Argentina.

En Chile están a punto de votar un presidente pronazi que promete borrar todos los derechos que el país trasandino reconoció durante lo que va del siglo XXI. En ese mismo Chile hace apenas meses votaron legisladores de izquierda para redactar la nueva Constitución Nacional. A esa Constitución izquierdista debería someterse el Presidente de ultraderecha que ahora quieren elegir si finalmente resulta electo. Discépolo siempre tiene razón: el mundo es un cambalache.

Todo esto pasa porque hay cada vez más democracia en el mundo: más voces que se expresan, más intereses que salen a la luz, más proyectos que quieren realizarse.

La democracia vive en crisis. Siempre está cuestionada y al borde del agotamiento porque no impone una forma de pensar sino que es un foro, un espacio de debate: el lugar para que las diferencias -que siempre existirán- puedan discutirse civilizadamente antes de tomar una decisión y actuar en conjunto (aunque no estemos de acuerdo). La democracia es un diálogo entre posiciones enfrentadas. Mientras el diálogo se mantenga habrá democracia. La dictadura consiste justamente en prohibir el diálogo y valorar como única admisible la voz del líder absoluto.

El drama actual de la democracia es que se ha democratizado mucho. Cualquiera hoy puede hablar. Y hay mucha gente hablando que no sabe respetar a los demás. No solo dice cualquier cosa, sino que se pone a gritar. Deja de debatir -ya que no escucha a los que piensan distinto- y quiere imponer su discurso a los gritos, prepoteando. Es una crisis de crecimiento: justamente escuchamos tantos gritos y hay tantas expresiones de odio porque el espacio público se agranda, entran más a debatir. Se enchastra el foro de debate cuando todas las nuevas voces que quieren expresarse aparecen de golpe y no reconocen las viejas reglas del respeto tradicional. Es más, les molestan las normas y el respeto. Quieren gritar lo que creen que es “su verdad”.

Como ha sucedido siempre, muy posiblemente a la larga aprenderán. Se sumarán al debate y permitirán que los que piensan distinto puedan decir lo suyo. Incluso aprenderán a acordar: descubrirán que quizá no tienen siempre razón (o, no toda la razón) y que en los otros bandos puede haber medidas que son mejores que las que ellos proponen.

Y entonces, durante un tiempo (al menos hasta que aparezcan nuevas voces, nuevos reclamos), se comenzará a recrear un clima de debate civilizado, como se ven en las viejas películas en las que Churchill discurre glorioso en el Parlamento inglés o Kennedy llama a los norteamericanos a preguntarse qué pueden hacer por su país.

Hoy estamos en la etapa revoltosa de la democracia enchastrada. A mí no me gusta el estilo actual de democracia. Preferiría que las fuerzas políticas debatieran civilizadamente y escucharan lo que los oponentes tienen para aportar. Pero las mayorías no piensan lo mismo y la democracia es el reinado de las mayorías.

Nunca fuimos tan prósperos ni vivimos tan bien como en nuestro presente. Y nunca nos quejamos tanto. Los menores de 45 pertenecen a las generaciones más prósperas en toda la historia de la humanidad. Pero también son las que menos soportan las dificultades. Estallan por nada. Se deprimen si cualquier cosa falla. No tienen resiliencia y carecen de capacidad para sobreponerse a los dramas (aunque no sean terribles). Esa mezcla genera un espíritu de época negativo, apocalíptico, en el que pululan los discursos de odio y las creencias más irracionales (desde que el planeta está a punto de estallar por el cambio climático hasta que en el futuro cercano todos moriremos de hambre).

En ese contexto, la vieja y querida democracia sobrevive. Ofrece su sabiduría para que resolvamos los problemas debatiendo y llegando a acuerdos en vez de matarnos o someternos. Creo que estamos viviendo un cambio de época. No soy pesimista: aunque el espíritu de la época diga que estamos peor que nunca, veo que la democracia crece. Somos más prósperos y somos libres que nunca antes.

Solo nos falta aprender a ser más felices con lo que tenemos.


Adherido a los criterios de
Journalism Trust Initiative
<span>Adherido a los criterios de <br><strong>Journalism Trust Initiative</strong></span>

Nuestras directrices editoriales

Comentarios