Maquiavelo

Por Héctor Ciapuscio

Existe la ilusión de que la política es totalmente personal. Muchos piensan que todos los problemas importantes de una sociedad son culpa de un hombre. Así está ocurriendo ahora, por ejemplo, en muchos países donde han arreciado críticas respecto de la política exterior norteamericana, con el presidente Bush. Tenemos testimonios públicos abundantes de que los pacifistas están convencidos de que él es el solo culpable de la guerra en Irak, el «factótum» de todo. Pero la política raramente es tan simple. Detrás de cada mandatario, sea democrático o sea un dictador, funcionan burocracias poderosas. Oligarquías militares, corporaciones multinacionales, grupos ideológicos. Una vez me contó Alejandro Orfila, quien ofició de traductor en la reunión que sostuvieron los presidentes Frondizi y Kennedy en Estados Unidos en 1961, que en un momento el argentino le insinuó al otro que lo que éste le estaba diciendo era producto de la presión del Pentágono, y cómo Kennedy le recriminó: «Usted es muy duro».

Refiriéndose a la frontal determinación que viene mostrando el gobierno americano desde el ataque del 11 de setiembre de afirmar en palabras y hechos que está dispuesto a ejercer todo su poder para combatir el terrorismo en el mundo, un conocido historiador hace hincapié, para explicar las cosas, en la formación ideológica de quienes ocupan los más altos cargos de la administración actual. Digamos, personajes maximalistas en cuanto a la ambición imperial americana como Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz y Perle. Ellos se inspiran en criterios de asesores que han estudiado en los institutos castrenses textos como los de Sun Tzu, Clausewitz, Churchill y Kissinger que enseñan que la correcta aplicación de la abrumadora fuerza militar disponible ha sido y sigue siendo el supremo recurso de las grandes potencias. Sobre esa doctrina campea siempre la sombra de Maquiavelo y de «El Príncipe», su libro fundamental.

Este texto, de no más de 100 páginas y escrito en 1513, es el clásico de la ciencia política moderna. El hecho de que «maquiavelismo» haya sido interpretado popularmente desde entonces como sinónimo de engaño o fraude, cinismo y manipulación política (lo de «el fin justifica los medios»), ignora su importancia fundamental de constituir un breviario de «la razón de Estado». Allí, en un tiempo en el que Italia sufría los tirones del Papado y la anarquía con la permanente invasión de ejércitos extranjeros, se diseñó la doctrina básica de una estrategia de poder capaz de realizar una nación, un manual para crear y conservar una sociedad vigorosa. Señala una temprana visión de «Realpolitik», un desnudo llamado a entender que sin poder no existe seguridad para un país. Sin poder, argumentó el florentino -quien tenía como una verdad básica que «los hombres son siempre malos a no ser que se los obligue a ser buenos»- no hay seguridad, y sin seguridad todos los demás logros de una sociedad -artes, ciencias, literatura, progreso económico- están constantemente en riesgo.

Hay un autor contemporáneo que es ahora el más influyente en su país dentro de esa tradición y es calificado por Paul Kennedy, historiador en Yale, como «our modern Machiavelli». Se llama John Mearsheimer, es profesor de ciencia política en la universidad de Chicago y viene desde hace más de veinte años enseñando cómo la historia es clara en cuanto a que la fuerza, una combinación de capacidad militar, fortaleza económica, tamaño de la población y alcance geográfico, es la clave del liderazgo internacional. Para Estados Unidos ocupar el lugar de poder dominante significa asegurar su propia subsistencia como nación. La fortaleza asegura la seguridad y la más grande fortaleza es la mayor garantía de seguridad. Siendo que la perspectiva de un gobierno mundial está muy lejos, el ciclo de la violencia entre los pueblos continuará durante el siglo XXI. Esto último se relaciona con lo que este profesor dice en su reciente libro («The Tragedy of Great Power Politics») sobre la relación con China. El piensa que la posición hegemónica actual de Estados Unidos (el libro fue publicado antes de lo de las Torres Gemelas y el autor -porque piensa más en grande, se dice- no considera fundamental la amenaza del terrorismo) será desafiada en las décadas próximas por la potencia oriental. Y en ese sentido critica la política de «compromiso constructivo» tanto de la administración Clinton como de la de Bush con Beijing. Recomienda fuertemente, por lo tanto, revertir esa política miope y hacer todo, absolutamente todo lo que se pueda para desacelerar el crecimiento del rival hegemónico en Asia. Una recomendación políticamente indiscreta como ésta no hubiese sido formulada públicamente, de seguro, por el astuto florentino que se llamaba, en italiano, Niccolo Machiavelli.


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