Procesistas procesados

De haber comprendido que las leyes destinadas a garantizarles impunidad no cubrían todos los delitos, los militares las hubieran "perfeccionado".

Puede que algunos de los nueve militares actualmente detenidos por el robo de bebés, entre ellos el ex almirante Emilio Massera y el general Reynaldo Bignone, nunca dieran órdenes que pudieran interpretarse como una forma de institucionalizar el crimen por el cual serán procesados, pero esto no querría decir que son víctimas de una injusticia o de la sed de venganza de los vinculados, directa o emotivamente, con los movimientos subversivos civiles que tantos estragos causaron en la Argentina de veinte años atrás. Incluso aquellos que hubieran preferido una manera menos cuestionable de solucionar el problema planteado por quienes habían convertido en huérfanos contribuyeron a crear las condiciones para que otros aún más escrupulosos que ellos mismos decidieran repartirlos entre sus amigos o, quizás, venderlos. Al exigir a sus subordinados prestarse a algunos «excesos» y tolerar otros, los jefes militares del «proceso» dieron pie a una situación en que tales aberraciones resultarían rutinarias, de suerte que es lógico que a la hora de rendir cuentas sean considerados los máximos responsables de lo que ocurrió en sus respectivas jurisdicciones. Claro, en realidad muchos jefes, comenzando con el mismísimo presidente de facto Jorge Rafael Videla, no disponían del poder real que les hubiera permitido controlar a todos sus subordinados, pero si bien ni ellos ni la Justicia están dispuestos a hacer hincapié en aquel detalle, los deseosos de entender las razones por las cuales la Argentina se entregó a una orgía de crueldad en el pasado no tan remoto no pueden darse el lujo de pasarlo por alto. Aunque sigue siendo muy difícil hacer un análisis ecuánime de un período que dista de haber sido consignado a la historia, es forzoso intentarlo porque de lo contrario el país podría deslizarse hacia otro igualmente nefasto.

El «proceso» fue el producto previsible de la irresponsabilidad propia de una sociedad que aún encontraba demasiado difícil la democracia. Los líderes políticos, encabezados en el período anterior por Isabel Perón, una ex bailarina de cabaret a la cual la ciudadanía había elegido vicepresidenta sólo por ser la esposa de un caudillo ya moribundo, se negaron a asumir la responsabilidad de tomar las medidas necesarias para enfrentar el terrorismo en gran escala o para enderezar una economía que se desplomaba, de suerte que un golpe militar pareció ser la «solución» natural y no fue resistido por los políticos más prestigiosos. Por su parte, los jefes militares no intentaron disciplinar a sus subordinados pero tampoco querían asumir la responsabilidad por sus actos. Eran autoritarios sin autoridad personal, dictadores blandos que eran severos hacia los débiles e indulgentes hacia los fuertes y peligrosos, de modo que puede entenderse su perplejidad actual al verse detenidos por delitos cometidos por quienes no se habían animado a castigar. De haberlo decidido, ¿pudieron haber puesto fin al robo de bebés? Es de suponer que sí, pero a pesar de su retórica en torno al valor supremo de la familia, no hay evidencia alguna de que hicieran esfuerzos por combatirlo.

Es de suponer que de haberse dado cuenta hace quince años de que las diversas leyes aprobadas a fin de garantizarles la inmunidad no cubrían todos los muchos delitos perpetrados en el curso de la llamada guerra sucia, los militares acusados de complicidad en la apropiación sistemática de los hijos de desaparecidos hubieran tomado la precaución de «perfeccionarlas» a tiempo, algo que pudieron haber hecho sin dificultad alguna. El que no se preocuparan por hacerlo era un síntoma más de su desprecio por la Justicia. Desdeñosos como siempre de los pormenores, dieron por descontado que a nadie se le ocurriría examinar cuidadosamente el texto de las leyes y decretos en busca de omisiones que les permitirían enjuiciarlos: al fin y al cabo, desde cualquier punto de vista la adopción ilegal de un bebé es un delito incomparablemente menos grave que los supuestos por el secuestro, la tortura o el asesinato, y puesto que se las habían arreglado para eludir a la Justicia por tales atrocidades les pareció lógico suponer que no tendrían que preocuparse por nada.


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