Reforma demorada

Es de esperar que el proyecto para democratizar el sindicalismo prospere, poniendo fin a casi 50 años de “conquistas” que para nada sirvieron.

De haberse formulado hace diez años la propuesta del gobierno aliancista para democratizar el sindicalismo, eliminando de una vez y para todas aquellas leyes que sirven para que los jefes actualmente conocidos como “los gordos” concentren el poder en sus propias manos en desmedro de sus adversarios y, claro está, de los obreros que dicen representar, se hubiera desatado un enfrentamiento acaso mortífero entre los defensores del modelo ya tradicional y los deseosos de desmantelarlo. Por cierto, los comprometidos con la CGT habrían organizado una serie de paros generales lo suficientemente “exitosos” como para obligar a las autoridades a batirse en retirada. Pero los tiempos han cambiado y la CGT ya no es la corporación temible de otras épocas. Si bien sigue constituyendo un factor de cierta significancia, su desprestigio es tan profundo que no le será tan fácil frustrar los intentos de reformar la legislación vigente.

La voluntad oficial de modificar la ley de Asociaciones Sindicales se inspira en las recomendaciones de la Organización Internacional de Trabajo la cual, por motivos comprensibles, no aprueba en absoluto el sistema argentino que, como señala, es incompatible con la libertad porque, al dar personería legal a un solo sindicato por sector, antepone la unidad “monolítica” del sindicalismo al derecho de los trabajadores a crear nuevos gremios si así lo desean. Desde luego, esta consecuencia de la ley existente no fue ninguna casualidad. El modelo sindical local es una copia mejorada del confeccionado en la Italia fascista de Benito Mussolini, mandatario que, lo mismo que su epígono Juan Domingo Perón, quiso hacer del sindicalismo una “rama” de un partido único, de suerte que era previsible que la legislación correspondiente no facilitaría la creación de organizaciones disidentes.

La CGT sobrevivió a la primera caída de Perón y a las convulsiones que siguieron a su muerte por tres motivos: como es natural, el PJ se opuso a cualquier iniciativa que pudiera privarlo de su “rama sindical”; otros gobiernos de mentalidad corporativa como los militares prefirieron tratar con una central poderosa, no con muchos sindicatos distintos; los jefes de turno de la CGT lucharon con todos los medios a su alcance para defender sus propios privilegios. Sin embargo, el precio de su éxito difícilmente pudiera haber resultado mayor. Además de frenar la evolución de la economía nacional debido a su compromiso férreo con un modelo corporativo anticuado, la CGT siempre ha sido un foco de infección que ha generado violencia y corrupción y, para colmo, no ha contribuido en absoluto a mejorar los ingresos y las condiciones de trabajo de los obreros argentinos. Aunque a los jefes sindicales les gusta ufanarse de sus “conquistas”, el que tanto sus afiliados como los demás trabajadores hayan tenido que resignarse al virtual colapso de su nivel de vida es una prueba contundente de su fracaso.

Como es natural, los sindicalistas han reaccionado frente al amago gubernamental acusando a la ministra de Trabajo, Patricia Bullrich, de querer destruir por completo el movimiento obrero para que haya “un mundo sin sindicalistas”, pero pocos tomarían en serio tales palabras. La verdad es que a juzgar por el estado del mercado laboral, la Argentina actual ya se parece bastante a un país sin sindicalistas. No es que éstos hayan dejado de existir, sino que el papel que desempeñaría un movimiento sindical moderno, libre y pluralista se ha visto usurpado por un conjunto de individuos de reputación nada envidiable que subordinan casi todo a sus propios negocios económicos o a sus actividades políticas. Cambiar esta situación para que por fin aquellos obreros que lo quieran puedan contar con sindicatos más confiables dirigidos por líderes más interesados en el destino de los afiliados que en “la caja” no es atacar al gremialismo sino, por el contrario, un paso previo necesario para que amplias franjas de la población del país tengan la posibilidad de adaptarse a las exigencias de un mundo que es muy diferente de aquel de mediados de los años cuarenta. Es de esperar, pues, que este proyecto reformista del gobierno del presidente Fernando de la Rúa prospere, poniendo fin así a una historia de casi cincuenta años pletóricos de “conquistas” de toda clase que, a la larga, no han servido para nada.


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