«San Jauretche»: un prólogo y dos anécdotas
Por Jorge Castañeda
Este 10 de noviembre se cumplen 100 años del natalicio de don Arturo Jauretche, en la ciudad de Lincoln, provincia de Buenos Aires. Figura señera del nacionalismo argentino, sus libros ya clásicos son imprescindibles para comprender los problemas acuciantes de esta patria, que hoy aparece arrutada y dependiente, mendigando su futuro ante las puertas de un nuevo milenio.
Nervio y motor de Forja (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina), supo integrarla junto con Scalabrini, Luis Dellepiane, Gabriel del Mazo, Héctor Maya, Atilio García Mellid, Darío Dalessandro, Roberto Tamagno, Hipólito Jesús Paz, Celestino Gelsi y Homero Manzi, entre muchos otros.
Participó de la última montonera radical, la patriada de «Paso de los Libres», incorporándose luego al peronismo y escribió varios libros, destacando entre ellos «El medio pelo en la sociedad argentina», «Los profetas del odio y la yapa», «Manual de zonceras argentinas», «El Paso de los Libres», entre otras notas y artículos de opinión, manteniendo bien en alto su hombría de bien y su moral inapelable.
A manera de homenaje al centenario de Jauretche es oportuno rescatar el prólogo de Jorge Luis Borges a su «Paso de los Libres»: «La patriada (que no se debe confundir con el cuartelazo, prudente operación comercial de éxito seguro) es uno de los pocos rasgos decentes de la odiosa historia de América. Si fracasa, le dicen chirinada -y casi nunca deja de fracasar-. En el benigno ayer, el estanciero le prestaba sus peones (y alguna vez su vida o la de sus hijos) con esperanza razonable de triunfo, o si no de olvido y postergación; ahora el ferrocarril, los aeroplanos, el chismoso telégrafo y la ametralladora versátil, aseguran el pronto desempeño de la expedición punitiva y la vindicación del orden. En la patriada actual, cabe decir que está descontado el fracaso: un fracaso amargado por la irrisión. Sus hombres corren el albur de la muerte, de una muerte que será decretada insignificante. La muerte, siéndolo todo, es nada: también los amenazan el destierro, la escasez, la caricatura y el régimen carcelario. Afrontarlos, demanda un coraje particular. El fracaso previsto y verosímil borra los contactos de la patriada con las operaciones militares de orden común, sólo atentas a la victoria, y la aproxima al duelo, que excluye enteramente las ideas de ganar o perder -sin que ello importe tolerar la menor negligencia o escatimar coraje-. Ya lo dice Jauretche, en una de sus estrofas más firmes: «En cambio murió Ramón/ jugando a risa la herida/ siendo grande la ocasión/ lo de menos es la vida».
Recordemos que ese Ramón Hernández murió de veras y que el poeta que labró más tarde la estrofa compartió con el hombre que murió esa madrugada y esa batalla. El hecho, en sí, es patético. Yo pienso en los corteses cantores de Islandia y de Noruega, diestros en las artes de la piratería también; yo pienso en el capitán Hilario Ascasubi «cantando y combatiendo a los tiranos del Río de la Plata».
No en vano he mencionado ese nombre. El Paso de los Libres está en la tradición de Ascasubi -y del también conspirador José Hernández-. La actuación de la manera de esos poetas al episodio actual es tan feliz que no delata el menor esfuerzo. La tradición, que para muchos es una traba, ha sido un instrumento venturoso para Jauretche. Le ha permitido realizar una obra viva, obra que el tiempo cuidará de no preterir, obra que merecerá -yo lo creo- la amistad de las guitarras y de los hombres». Hasta aquí el prólogo de Borges fechado en Salto Oriental en noviembre 22 de 1934.
Sobre ese interesante prólogo, los historiadores Diana Alicia Tussie y Andrés Federman cuentan la siguiente anécdota que bosqueja la relación entre estos dos grandes hombres: «Curiosamente esta oda a la última montonera radical fue prologada en su primera edición por un escritor que con el correr de los años se colocaría en una situación diametralmente opuesta a la del autor: Jorge Luis Borges. Esta transitoria afinidad tiene una historia, que comienza quizás con la descalificación que hace la dirección alvearista del partido al movimiento armado. Siendo hombres de convenciones y no de revoluciones, no entendieron el sentimiento que llevó a esos porteños a unirse con algunos modestos paisanos armados a la apurada para salir a jugarse el pellejo en una patriada donde los triunfos no estaban ni con mucho asegurados. Como postrero homenaje a esos argentinos, Arturo Jauretche dedica sus tardes en prisión a escribir su poema. Por encima de su hombro, mirábale sus avances otro de los presos, Luisito Dellepiane. Pese a ser radical de «riñón bien puesto» -lo había demostrado en la fallida sublevación- Dellepiane era un romántico aferrado al siglo XIX, hombre de fuerte formación intelectual y un gran polemista. Muestra del respeto intelectual que Arturo Jauretche tenía por él, son las dudas que sentía por su obra en gestación debido a las críticas que le había hecho. Estas, lejos de abundar en floripondios, eran bien directas:
-No sé para qué perdés tiempo escribiendo esas porquerías- le decía el crítico.
Si bien las cuartillas estaban destinadas a ser publicadas anónimamente y distribuidas por la ribera del río Uruguay entre los paisanos que habían participado en la revuelta ante las dudas suscitadas, el autor envió los originales a Buenos Aires. El destinatario de su correspondencia era otro radical que se haría famoso no sólo a través de su militancia popular, sino también por su aporte a nuestra cultura nacional: Homero Manzi. Durante la intentona había estado vinculado con las organizaciones que operaban en Buenos Aires. Y le hizo llegar el manuscrito a Borges, quien estando en su época de esquinas rosadas y cuchilleros, le manifestó que quería prologar el libro. Cuando en Corrientes Jauretche tuvo conocimiento de tal novedad, aceptó gustoso para jugarle una mala pasada a su crítico, y el poema apareció firmado por él y prologado por Borges para asombro de Dellepiane. Fue éste el último contacto del numen literario del liberalismo con uno de los más respetados escritores nacionales. Posteriormente la vida y la militancia los llevó por caminos opuestos, pero casi cuarenta años más tarde volverían a coincidir, no política sino geográficamente. Todas las mañanas alrededor de las once, Borges y Jauretche se sentaban en la misma confitería… pero en mesas separadas».
Otra anécdota sobre un mameluco y cien pesos narra que «Arturo Jauretche se había lanzado a la patriada vestido con proletario overall o mono como lo llamamos los argentinos. La elección de dicha prenda se debió sin duda a la necesidad de contar con una vestimenta lo suficientemente fuerte como para aguantar la rudeza de las condiciones que habrían de enfrentar los revolucionarios.
Después del duro trance vivido cuando ya estaba detenido en la comisaría de Bondpland, gastó sus últimos pesitos sueltos que le quedaban en el bolsillo para comprar un nuevo equipo de indumentaria en el infaltable boliche del turco del pueblo. Una vez que se hubo cambiado de ropas, decidió enviar el maltrecho mameluco a lo de una paisana, cuyo rancho se levantaba frente a la comisaría pueblerina. El encargado de retirar el paquete era el hijo de la lavandera. El niño no había terminado de cruzar la calle cuando Jauretche recordó que su único dinero estaba cosido en el ruedo de la prenda enviada a limpieza. Era un billete de cien pesos, cantidad bastante respetable por aquellos días. Fueron pasando las horas y el niño retornó con el mono lavado y planchado».
– «Dice mi mamá que no es nada- respondió cuando Jauretche le quiso abonar el servicio».
«Ya con el mameluco en su poder, buscó con desesperanza el billete y no lo encontró. Creyó entender entonces el porqué de la gratuidad del lavado. Pero horas más tarde, un pequeño bulto se escurría dentro de la comisaría. Era el niño que, al amparo de las primeras sombras de la noche, deslizó en las manos de su dueño el pequeño bolillo del billete».
– «Dice mi mamá que ella es radical, fueron las escuetas palabras del pequeño correntino».
«Quizás en ese momento con el desprendimiento y la honestidad de una humilde paisana radical, el detenido comprendió más a fondo aún el sentido de andar esquivándole el cuerpo a las balas del justismo, metido dentro de algún monte perdido en nuestra geografía».
Tal vez hoy el mejor homenaje al Dr. Arturo Jauretche sea el tema compuesto en su honor interpretado por Los Piojos y coreado por miles de jóvenes en algún recital a lo mejor adivinando que con él, con Marechal y Scalabrini se fueron los últimos soñadores de la Patria grande que los argentinos nos debemos.
Este 10 de noviembre se cumplen 100 años del natalicio de don Arturo Jauretche, en la ciudad de Lincoln, provincia de Buenos Aires. Figura señera del nacionalismo argentino, sus libros ya clásicos son imprescindibles para comprender los problemas acuciantes de esta patria, que hoy aparece arrutada y dependiente, mendigando su futuro ante las puertas de un nuevo milenio.
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