Adicto
CLAUDIO ANDRADE
candrade@rionegro.com.ar
Debo confesarlo, he terminado siendo un adicto a la vida. Y a los sueños. Y a todas esas imágenes cursis, como salidas de un cuento infantil, que cuando pibes nos hacían creer en horizontes teñidos de colores brillantes. No es que no esté enterado de que la humanidad es la máscara torpe de un animal feroz que posee como principal arma su propia indignidad.
Al contrario que en los relatos para chicos e incluso que en las películas de vaqueros o de acción típicamente norteamericana, los hombres se disparan unos a otros por la espalda. Se mienten. Se engañan. No hay honor en la lucha cotidiana.
En parte por eso desaparecieron los samuráis y sobrevivieron al transcurrir de las épocas los sombríos ninjas. Mal que nos pese, el crimen paga en no pocas ocasiones y, al final, los perversos acostumbran quedarse con la gloria al revés.
Como verán, no me han faltado noticias al respecto. Sin embargo, ninguna de estas cabales pérdidas de la inocencia, ningún dolor, agresión, falta de respeto, forma de discriminación o desprecio de las que fui testigo o depositario ha logrado hacerme declinar.
No creo que con mi actitud vaya, solo o en equipo, a cambiar el mundo, pero intuyo que al menos puedo establecer mi camino y el ejercicio de algunas de mis reglas sobre esta tierra indómita. He mencionado aquí la anécdota hace un tiempo. Cierta vez, el periodista Feliciano Fidalgo, le preguntó a Arturo Pérez Reverte: «¿Qué es un hombre valiente?» A lo cual el autor de «La novena puerta» y la saga del Capitán Alatriste respondió: «Aquel que teniendo cinco hijos no se deja humillar por su jefe».
Este tipo de dignidad, en el marco de una vida que no tiene explicaciones, representa una de las mayores fuentes de energía y uno de los motivos esenciales para continuar en pos de algo. Cada cual sabrá qué.
Una de las preguntas más odiosas que una persona pueda hacerse a sí misma o a los demás -¿por qué existimos?- acaso tenga una respuesta insoportablemente obvia: porque sí.
¿Qué son la humillación, la nostalgia, el temor, el cansancio de vivir, la angustia de ya no ser, la duda, la felicidad, la alegría como método frente a una razón semejante?
Cada cosa que hago -en una especie de búsqueda desesperada por atiborrarme de tareas hasta alcanzar el paroxismo de la sobreagenda- constituye una forma de sostener este porque sí. De otorgarle sentido.
Pienso que por eso jamás tengo tiempo de ponerme triste, sin que la actividad descarte el pánico o la locura despojada de eufemismos tan típicos de una personalidad siempre al borde del colapso. «Los locos no se cansan», me ha dicho ella y yo respiro aliviado porque muy a desgano me levanto de la cama.
Hay una sección realmente impactante en la revista del domingo «The New York Times». Se llama «Vidas». Están narradas en primera persona por gentes muy diversas. Son columnas más bien cortas donde se describe en unos cuantos párrafos la desgarradora experiencia de quien habla. A pesar de lo duro que pueden resultar los trances «Vidas» tiende a concluir con un final feliz. Es increíble a lo que sobrevive la gente, los profundos dolores a los cuales les hace frente. El último domingo estaba dedicada, por ejemplo, a una pareja que tenía programado casarse en familia el 11 de setiembre del 2001…y lo hizo. Con testigos de apuro, en medio del terror y el desconcierto. Ambos creyeron que era posible e incluso necesario hablar de amor en un día tan fatídico.
Puede sonar naif para los duros. Pero a mí, que hace un rato dejé las disquisiciones entre machos y mariquitas, el amor y los amaneceres con aroma a primavera me hacen bien. Diría que muy bien.
CLAUDIO ANDRADE
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