A 36 años de «La noche de los bastones largos»

El ataque de Onganía contra la UBA derivó en el primer y más importante éxodo de investigadores y profesores, corriente que nunca cesó. Hoy hay más científicos trabajando en el exterior.

Gregorio Klimovsky, espistemólo-go, recuerda esa «herida profunda» de aquella noche del «66.
BUENOS AIRES(ABA)- «Los policías pegaban como si fuéramos los enemigos de la Patria, los soldados nos apuntaban con pistolas. Yo temí que pudieran matarnos, porque los veía muy estimulados con los que estaban haciendo, les gustaba», rememora Warren Ambrose, profesor de matemática del Massachusets Institute of Technology (MIT), que había venido aquel invierno del «66 a dar un seminario en la facultad de Exactas de la UBA.

A 36 años de «La negra noche de los bastones largos», los recuerdos perduran. «Analizando aquellos episodios queda claro que allí comenzó un espiral de violencia que marcó a fuego vuestra historia. Fue una pena, porque la Argentina tenía científicos y técnicos de primer orden mundial, que podrían haber sido fundamentales para el desarrollo del país», opina hoy el profesor.

No se trata de un sueño que cuentan los más viejos. Es fácil de constatar el hecho de aquella noche del 29 de julio de 1966 la Argentina dejó pasar una de sus tantas oportunidades; más bien: echó por la borda una gran oportunidad. La UBA vivía su apogeo, resultado de la época dorada surgida durante el desarrollismo de Frondizi. Sus científicos ganaban suficiente; investigaban y experimentaban. La industria se mostraba curiosa, dispuesta a financiar aquel desarrollo que la impulsaba en la competencia internacional. En los «60»s, la ciencia argentina era número uno indiscutida en el mundo de habla hispana. Y sus representantes se coqueaban con los mejores especialistas del planeta,

«Con la Noche de los bastones largos sufrimos un durísimo golpe, del cual nunca pudimos recuperarnos del todo -dice epistemólogo Gregorio Klimovsky-. Yo creo que con aquel episodio comenzó la fuga de cerebros argentinos que se extiende hasta hoy y que resultó una verdadera epidemia para nuestro país».

Más allá de los hechos de violencia, las consecuencias fueron nefastas. 1400 profesores renunciaron a sus clases, desaparecieron cátedras enteras, se truncaron absolutamente todos los proyectos investigativos. Censurados y con sus fuentes de trabajo cerradas, cerca de 500 científicos comenzaron ese «66 un éxodo que ya no paró nunca.

Los sucesos fueron el corolario lógico de la vandalismo militar. El 29 de julio de 1966, exactamente un mes después del golpe de Estado que derrocó a Arturo Illia, el general Juan Carlos Onganía determinó la intervención de las universidades públicas, prohibiendo asimismo la actividad política en las facultades y anulando el gobierno tripartito. De inmediato, la sede del Rectorado y las facultades de Arquitectura, Ciencias Exactas, Filosofía y Letras, Ingeniería y Medicina fueron ocupadas por autoridades, profesores y estudiantes, decididos a resistir la violación de la autonomía. Pero ese mismo viernes, incumpliendo el plazo de 48 horas que él mismo había otorgado, el presidente de facto ordenó a la Guardia de Infantería el desalojo de las sedes tomadas, en lo que pomposamente denominó «Operación escarmiento» pero que pasó a la historia como «La noche de los bastones largos».

La represión se lleva a cabo con gases lacrimógenos, culetazos y bastonazos. Quedó un oscuro resultado: decenas de heridos, y 400 profesores y alumnos detenidos. Al día siguiente, renuncian todos decanos de la UBA y 1400 docentes.

Aquella noche vació de cerebros la universidad argentina y derivó en otra larga noche. «Ya nunca pudimos volver a trabajar en nuestro país en paz, con continuidad y financiamiento. Nada volvió a ser igual», se lamenta el matemático Sadosky. A la persecución del onganiato le sucedió, años después, la mucho más virulenta Dictadura que inició Videla. La ciencia también fue víctima. El dato es revelador: hoy hay más científicos argentinos trabajando en el exterior que en el país.

«Golpe de nock out a la ciencia»

Manuel Sadosky, matemático brillante, ex decano, introductor en el país de la primera computadora, ex funcionario, ya octogenario, es uno de los símbolos de «La noche de los bastones largos».

– ¿Qué recuerda de «La noche de los bastones largos»?

– Los golpes y la comisaría. A mí lo que más me impresionó fue ver cómo les pegaban a las mujeres.

– ¿ A usted le pegaron?

– Sí, pero ahí se entiende lo que pasa en el box. En una lucha, en una confrontación, uno se olvida. Yo me di cuenta de que me habían golpeado cuando me vi la cara llena de sangre.

– ¿Estuvo mucho tiempo preso?

– No, muy poco. Habíamos hecho una movilización en lo científico que trascendía el país. Esa noche, por ejemplo, entre nosotros había un catedrático del Instituto Tecnológico de Massachusetts, uno de los más prestigiosos del mundo. Cuando en la comisaría escucharon su acento y se dio aviso al cónsul, lo liberaron inmediatamente. El cónsul envió una nota al The New York Times, por lo que el mundo entero conoció lo sucedido. La conmoción fue grande, y nos fueron liberando.

– Pero no se trató de un episodio aislado. ¿Qué consecuencias tuvo?

– Se produjo un éxodo muy grande. Grupos de científicos bien consolidados en un trabajo común, tuvieron que dispersarse y tomar contacto con otros países. Chile, Brasil, los Estados Unidos y Francia resultaron el destino de la mayoría. La ciencia recibió un golpe de nock out

– ¿Y usted?

– Fui a Uruguay. Como era director del Instituto del Cálculo que dependía de la Facultad y había propiciado mucho la intervención de gente del interior del país y del Uruguay, tenía muchas relaciones. Claro, sólo por el hecho de difundir una nueva tecnología en el mundo. Nunca pensé que eso me procuraría un lugar de asilo.

«Fue una catástrofe para la cultura científica argentina»

El epistemólogo y matemático Gregorio Klimovsky, uno de los científicos argentinos más galardonados, también fue víctima de «La noche de los bastones largos». Pero, a diferencia de varios de sus colegas, optó y pudo quedarse en el país. Siente aquel recuerdo como una «herida profunda», que cambió la historia argentina, no sólo a nivel científico.

– ¿Por qué aquella noche marcó un antes y un después en la historia de la ciencia y la cultura argentina?

– Este era un país potencia en cuanto a poder científico. Y eso nunca lo entendieron los militares. Aquel episodio produjo un éxodo de 1400 profesores, muchos de ellos de vanguardia mundial. Fue una catástrofe para la cultura científica argentina.

– ¿Qué hicieron todos aquellos profesores?

– Bueno, hubo de todo. Se calcula que más de 500 se fueron del país. Equipos enteros se trasladaron a universidades de México, Venezuela, Chile, Francia o Estados Unidos. En el exterior sabían de nuestra excelencia y los convocaron para continuar su trabajo. Muchos de ellos se convirtieron en eminencias. Otros nos quedamos en el país, reconstruyendo lo perdido poco a poco. Surgieron instituciones privadas y algunas universidades del interior se llevaron profesores.

– ¿No aparecieron también famosos «grupos de estudios»?

– Sí, así es. Son casi un invento nacional. Profesionales y alumnos comenzaron a contratar a aquellos investigadores y profesores de primera línea para clases privadas. Se dice que llegó a haber funcionando unos 2000 grupos de estudios, con 20.000 participantes. Eso fue un fenómeno mundial.

– ¿Nunca se pudo recuperar todo aquel entusiasmo?

– Cuando lo estábamos recuperando, empezó la dictadura del ´76, y echó de nuevo todo para atrás. Ahora podemos decir que, pese a las enormes limitaciones y a la incultura de la clase política, en la UBA existe una capacidad científica y equipos de primera línea, que mantienen viva la esperanza.


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