Adolfo Castelo y un retrato íntimo de sus hijas

Se publica “Diario de un ironista”, sobre el periodista.

El libro “Castelo. Diario de un ironista”, que se publica este mes, cuenta la historia de Adolfo Castelo, un hombre que desde el humor absurdo y la sátira creó memorables publicaciones, fue pionero de los programas radiales de la medianoche y revolucionó la televisión con ciclos como “Semanario insólito” y “La noticia rebelde. El libro, editado por Sudamericana, fue escrito por sus hijas, por Carla y Daniela Castelo (recientemente fallecida). Lo siguiente es parte del epílogo del libro: En ese atardecer, Daniela y yo nos quedamos solas. El cuarto de papá todavía estaba iluminado por el sol. No tuvimos que decirnos nada. En silencio, entonces, fuimos vistiendo el cuerpo de papá. Apoyamos algunas camisas sobre la cama, elegimos algunos pantalones, y comenzamos con el viejo rito de Castelo. Nos decidimos por una corbata a rayas delgadas, en el tono de los grises. Le pusimos el mejor calzado, unas medias combinadas, una camisa blanca, y un pantalón apenas satinado de color negro. Demoramos para elegir el saco. Por último, le pusimos una gorra de las que él más quería. Parecía un universitario. La casa estaba vacía. Ya habían pasado algunos amigos. Jorge Guinzburg y Carlos Ulanovsky se enteraron por la placa de Crónica TV. A mí me impresionaba cómo habían corrido las noticias. La televisión zumbaba la muerte de Castelo. Sus amigos, entonces, vinieron a ver qué necesitábamos. Coordinaron con la Legislatura para que se hiciera el velatorio, y conversaron con los médicos que realizaban la partida de defunción. Estábamos en el comedor, en la mesa gigante del departamento de Los Patos. El señor de la cochería comenzó a realizarnos un breve cuestionario. En sus manos se reía el documento de identidad de papá. –Fecha de nacimiento: 29 de agosto de 1945. Jorge Guinzburg no pudo evitar la carcajada. Todos nos miramos con complicidad. El hombre nos observaba sin entender. –En cualquier momento era hijo nuestro –dijo Guinzburg. Cuando se llevaron el cuerpo, apagamos las luces. Era una extraña sensación de angustia y de dolor. Teníamos que asistir al velatorio de nuestro padre. Pero Castelo no era un hombre común. Y nosotras decidimos despedirlo como a un grande. El velorio era también un evento por el que pasarían las figuras, los amigos, los oyentes. Nosotras, entonces, debíamos ser anfitrionas. Así me lo hizo sentir un amigo de la infancia: “Tenés que ponerte tacos altos”, me dijo Jorge Smukler cuando estábamos en casa preparándonos. Daniela se decidió por un conjunto más rockero. Puede parecer banal, pero para papá era sagrado. Daniela llegó a la Legislatura a eso de las nueve de la noche. Todavía había poca gente. El primero que se acerca es Fernando Noy, el poeta. –Soy su viuda… soy su viuda –repetía con desconsuelo y un ramo de jazmines. Cuando yo llegué eran las diez. El lugar estaba concurrido. Horacio Marmurek hablaba con los fotógrafos para que entendiesen que no queríamos fotos del cajón. Transpirado, con una camisa impecable, les decía: “Yo entiendo cómo es esto… pero por acá no pasa ninguno”. A media tarde, los amigos más íntimos se habían despedido al aire. Joaquín Sabina estaba desconsolado: “Estoy hecho mierda… No puedo conformarme con que haya muerto un tipo tan guapo… Ahora sólo quedo yo para decir lo que lo amaba. Lo que yo quiero es encontrármelo en un puticlub mañana. ¿Por qué los hijos de puta son longevos y la gente decente no?”. –Ojalá te pudiera decir eso, era un grande el abuelo, era un grande –le decía Lanata con la voz quebrada. –No tenía enemigos, este cabrón del pelo blanco no tenía enemigos, todo el mundo lo amaba, ¿no? ¿Sabés que tenéis que hacer ahora? Ser dignos de él que no es tan fácil, ¿eh? –Hoy es un día para odiar la muerte… –¡Muera la muerte, carajo! En el velorio, comenzaban a llegar los oyentes, y llenaban el cajón de estampitas, camisetas de Boca, rosarios, fotos, carteles, cartas, flores. Mientras yo lloraba con Graciela Borges, Daniela iba y venía con Elizabeth Vernacci. Faltaba que alguna banda tocara, para que eso además de despedida fuera fiesta, como en los velorios de los gitanos y los negros. “Sí, Castelo estaba loco, y tenía coraje, y se indignaba, y decía lo que tenía que decir aunque eso lo dejara al borde del desastre –dice Carlos Barragán–. Y muchas veces quedaba al borde del desastre y salía a pelearle a la tormenta, que era el costo de hacer lo que le parecía que estaba bien hacer. Y por eso lo queríamos tanto y lo respetábamos. Porque además de ser el líder de aquel grupo que hacía el programa, discutía como uno más y con todos nosotros sus ideas, lo que pensaba decir, y cuál era la mejor manera de decirlo. Castelo era un tipo necesario, uno que se animaba a señalar que el rey está desnudo, el que rompía con la lógica de mejor no nos metamos con este tema. Porque en lugar de cuidar su lugar, lo apostaba todo el tiempo. Porque sus decisiones terminaban en un Amén, pero que no era Amén, era… y si no, nos vamos a la mierda y listo… Amén, Castelo”. (…) Cuando salimos del cementerio, el día estaba gris y no teníamos rumbo. Había muerto papá. Los visitantes se habían ido. El dolor, entonces, te quiebra los huesos, el cuerpo estalla, y parece que fueras a romperte. La ausencia puede ser brutal. Los recuerdos dulces llegarán después, para sanar el alma. (Télam)


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