Aun sin agua ni luz se resisten a emigrar

Cien pobladores subsisten en el pueblo arrasado. Acusan que la ayuda del gobierno los hace "parias".

CHAITÉN, Chile (Especial). Recorrer las calles desiertas de lo que fue el próspero poblado rural, antes de la erupción del volcán homónimo, da una sensación de soledad y angustia muy difícil de explicar.

En el muelle han colgado un cartelón con la leyenda «Bienvenido a la zona cero: cero luz, cero agua, cero apoyo. Presidenta se olvidó, Chaitén es Chile».

Solo una bandera chilena ondeando sobre los techos marca el territorio ocupado, el resto de las casas están expuestas a saqueos constantes que nadie parece controlar, aunque a pocos kilómetros hay una barrera de carabineros que debiera ser infranqueable.

Los chaiteninos emigrados después de la erupción del volcán dicen estar sufriendo la discriminación de sus propios compatriotas.

Es que a la hora de pedir un trabajo desde las compañías les dicen que «la Presidenta los mantiene gorditos», en referencia al subsidio por desempleo que cobran en el exilio.

Con todo, valoran que el bono mensual -del orden de unos 2.500 pesos argentinos-, solo alcanza «para una renta (alquiler) y apenas una comida al día» en una ciudad como Puerto Montt o Castro, donde está la mayoría de los 4500 evacuados de apuro luego del 3 de mayo pasado.

En tanto, unos 100 vecinos siguen viviendo en Chaitén, donde el paso del río Blanco ha destruído todo y arrastrado casas y vehículos hasta el mar con una rara mezcla de cenizas, piedras, arena y troncos que obliga a demorar por horas el atraco de los transbordadores, hasta que suba la marea.

De que la realidad siempre es más cruda que en la ficción de una pelicula pueden dar fe Josefa (18) y Fernando (21), una pareja de chaiteninos que miraban desde el puente como el río se llevó para siempre su casa hasta el mar.

«Me parece que estaba por allá, es difícil saberlo porque el paisaje cambió totalmente, reveló el muchacho con lágrimas en los ojos.

Recién once meses después de la tragedia, y aprovechando que la Armada de Chile los trajo gratis desde Puerto Montt, los jovenes se animaron a recorrer de la mano los lugares donde habían crecido y donde se habían conocido, sabiendo que la circunstancia del volcán en erupción les cambió la vida para siempre.

Mientras tanto, en la costanera tambien destruida por la furia de la montaña, Reynaldo y Juan, hoy devenidos en pescadores y mariscadores «porque ya no hay nada que construir», se aferran a que «no nos vamos a ir, Chaitén vive y el gobierno lo tiene que entender».

En la otra cuadra, el dueño de uno de los tres almacenes que siguen abiertos insiste en pedir «la luz y el agua. Acá estamos, haciendo patria y que sepan que esta propiedad no se vende ni al Estado ni a ningún particular».

Por supuesto que sus clientes se limitan a los viajeros que bajan de las barcazas o a los operarios de una empresa que intenta hacer defensas en las barrancas del río, pero que una y otra vez la fuerza del agua se encarga de derrumbar.

Tras el colapso del año pasado y la nueva erupción de febrero, las autoridades siguen negando la provisión de los servicios básicos con la esperanza de que «aquellos habitantes que aún no salieron, lo hagan por su propia voluntad», ya que no los pueden sacar por la fuerza.

Enfrente, y sin respetar las opiniones de unos y otros, el domo del volcán sigue invariable tirando lava, cenizas, vapor y piedras incandescentes que vuelan a kilómetros de distancia. Algunos días, con más furia que otros, también se encarga de hacer temblar la tierra y demostrar que allí «no se puede vivir».


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