Blues opositores

En vísperas de las elecciones presidenciales, los candidatos opositores siguen procurando dar a entender que conservan la esperanza de conseguir más votos que en las primarias de agosto, pero así y todo parecen saber que muy pocos les creen. El que el socialista Hermes Binner festejaría si logra recibir más de un módico 15% de los sufragios nos dice todo. Sucede que el clima imperante en las filas opositoras –con la eventual excepción de los entusiasmados por las perspectivas ante Binner– es de derrotismo y desconcierto, derrotismo porque ni siquiera los más pesimistas previeron que tantos se manifestarían dispuestos a votar por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, desconcierto porque a su juicio abundan motivos para suponer que “el modelo” está por agotarse, que la corrupción ha alcanzado niveles todavía más escandalosos que en el pasado, lo que es mucho decir, y que la gestión del gobierno ha sido sumamente ineficaz. Asimismo, son conscientes de que la supremacía oficialista actual se debe no sólo a los eventuales méritos del gobierno de Cristina, sino también a la atomización del arco opositor que a su manera encabezan que, a diferencia de sus equivalentes de otros países democráticos, no ha sido capaz de encolumnarse detrás de una sola propuesta o, a lo sumo, dos. Acaso pudo haberlo intentado antes de las primarias, pero al dejar pasar la oportunidad, quedó atrapada en la situación que se creó cuando todos imaginaban que les sería dado conseguir una proporción sustancial de los votos y que la presidenta obtendría muchos menos. Es que, como afirmó Eduardo Duhalde en un arranque de realismo, “somos una bolsa de gatos, por lo que la gente tiene razón al desconfiar de nosotros”. Huelga decir que la dispersión opositora dista de ser un fenómeno nuevo en nuestro país. Si bien con cierta frecuencia la clase política nacional nos ha brindado líderes supuestamente carismáticos, cuando no hegemónicos, que amenazan con eternizarse en el poder hasta que un buen día se ven abandonados por la mayoría, los adversarios del mandatario de turno raramente han logrado organizarse en partidos amplios similares a los de los países más estables de Europa, América del Norte o incluso vecinos como Chile. Aunque a esta altura los dirigentes opositores no pueden sino haberse dado cuenta de la necesidad de subordinar sus propias ambiciones a la formación de instituciones partidarias duraderas –objetivo que, para más señas, figura en la Constitución, ya que según el Artículo 38 son “fundamentales del sistema democrático”–, siguen siendo reacios a hacerlo. Hasta las alianzas tácticas entre dirigentes que se afirman convencidos de que ha llegado la hora de superar viejos prejuicios y egoísmos para trabajar juntos propenden a romperse luego de un par de semanas. Puede que luego de las elecciones del domingo algunos derrotados juren estar resueltos a cambiar, pero el resultado más probable de los eventuales esfuerzos en tal sentido sería la creación de más partidos pequeños que sólo servirían para hacer aún más confuso el ya caótico panorama político. La formación de partidos auténticos es la gran asignatura pendiente de la democracia nacional. Aprobarla no será fácil en absoluto. En las democracias que podrían calificarse de maduras, los partidos serios han existido durante tanto tiempo y tienen tanto prestigio que escasean los políticos ambiciosos que se resisten a afiliarse porque saben que en tal caso correrían el riesgo de verse marginados. En cambio, en nuestro país el “partido centenario” por antonomasia, la UCR, degeneró hace muchos años en una mera coalición electoral conformada por fracciones pendencieras, mientras que el PJ, además de resultar ser igualmente proclive a dividirse, ha preferido permanecer como un “movimiento” con doctrinas asombrosamente flexibles y una plétora de líneas internas. Es por lo tanto comprensible que, no bien un político se siente relativamente popular, decida aprovechar su protagonismo coyuntural formando un partido personal, como han hecho Elisa Carrió y, si bien opera dentro del difuso movimiento peronista, la presidenta Cristina. Así las cosas, parecería que tendremos que resignarnos por mucho tiempo más a que la política argentina siga caracterizándose por la supremacía casi total del dirigente más votado y la correspondiente debilidad colectiva de los demás.


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