Caos planificado

En circunstancias que podrían llamarse «normales», el más perjudicado por la ola de protestas que está agitando al país y la crispación resultante sería el gobierno nacional, pero parecería que cuando de los Kirchner se trata las reglas tradicionales carecen de sentido. A juicio de muchos, la pareja gobernante ha decidido que le conviene que en la capital federal y otras ciudades se celebren manifestaciones cotidianas, paros salvajes y enfrentamientos entre distintos grupos políticos y sociales, ya que sirven para recordarle a la gente la importancia de la gobernabilidad, palabra ésta que suelen emplear los peronistas para desacreditar a los dirigentes de movimientos menos proclives que el suyo a aliarse con grupos violentos.

Aunque en el corto plazo la turbulencia creciente perjudicará a los Kirchner que desde hace tiempo están entre los políticos significantes menos populares del país, andando el tiempo podría resultarles beneficiosa, puesto que los ayudará a difundir la impresión de que, gracias a sus vínculos con piqueteros, intendentes del conurbano bonaerense y sindicalistas como el siempre combativo camionero Hugo Moyano, son los únicos que están en condiciones de garantizar un mínimo de paz social. También obra a favor de los santacruceños el hecho de que la oposición más fuerte a la abigarrada coalición de revoltosos que han convocado proceda de grupúsculos de la izquierda dura; de sentirse obligada a elegir entre los oportunistas pragmáticos del piqueterismo oficialista y los partidarios de ideologías rígidas, la mayoría propendería a preferir a aquellos por suponer que representan lo que a su entender sería el mal menor.

De ser éste el plan maestro de los Kirchner, el país está internándose en una etapa muy agitada, una en que los debates civilizados y las maniobras políticas acaso cínicas pero así y todo habituales se verán reemplazados por amenazas y enfrentamientos callejeros. Aunque sería de prever que los radicales y los integrantes de agrupaciones como la Coalición Cívica-ARI sigan respetando la ley -lo que sus adversarios tomarían por evidencia de debilidad-, otros no estarían tan dispuestos a permitir que Néstor Kirchner y su esposa monopolicen la violencia, trátese de verbal o física. Además de las facciones de la izquierda supuestamente revolucionaria, sus adversarios incluyen a muchos peronistas que, de creerse sin otra alternativa, no vacilarían en movilizar a sus simpatizantes para hacer frente a un matrimonio que en su opinión quiere mantener el poder en sus manos no porque tenga interés en continuar impulsando un proyecto político determinado sino por suponer que lo precisa para frenar la investigación de sus propios negocios y aquellos de sus amigos.

En última instancia, el destino de los Kirchner se verá decidido por la evolución de la voluntad ciudadana. Parecería que, conscientes de que no les será dado congraciarse lo bastante con la mayoría como para permitirles seguir manejando el país después de los comicios presidenciales previstos para octubre del 2011, se sienten tentados a socavar hasta tal punto la confianza de la gente en la capacidad de gobernar de las distintas fuerzas opositoras que el electorado no se anime a exigir un cambio. Aunque tendría cierta lógica una estrategia así basada en el temor, sería poco probable que funcionara, ya que, pese a las deficiencias patentes de la clase dirigente actual, el país cuenta con los recursos políticos suficientes como para prescindir de una pareja cuyo ciclo llegó a su fin hace tiempo, razón por la que, a menos de un mes de la renovación legislativa resultante de las elecciones del junio pasado, depende cada vez más de «la calle», o sea del activismo extraparlamentario. Antes de mediados de diciembre, cuando el equilibrio de poder en el Congreso se haya modificado, se iniciará una nueva etapa en que los grupos opositores deberían poder frustrar los designios más autoritarios de los Kirchner sin dejarse intimidar por las eventuales protestas callejeras. Es de esperar que ello ocurra ya que, caso contrario, al país le aguardará un período muy tumultuoso que, por enésima vez, serviría para demorar por algunos años su regreso a lo que, a comienzos de su accidentada gestión conjunta, los Kirchner calificaban de «normalidad».


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