Coronavirus: vivir en un mundo de enmascarados


¿Será más solidaria una generación cuyos integrantes están convencidos de que, para sobrevivir, les es necesario distanciarse socialmente de todos los demás?


(200330) — CHILLAN, 30 marzo, 2020 (Xinhua) — Personas portan mascarillas mientras hacen fila para entrar a un supermercado, en la ciudad de Chillán, en la región de Ñuble, Chile, el 30 de marzo de 2020. El gobierno chileno informó el lunes que hasta el momento se registran 2.449 personas con la enfermedad causada por el nuevo coronavirus (COVID-19) y han muerto ocho. (Xinhua/Str) (jv) (ra) (rtg)

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Tanto aquí como en el resto del mundo, gobiernos de distintos pelajes han llegado a la conclusión de que, si bien las cuarentenas han servido para hacer más lenta la difusión del coronavirus y de tal modo impedir que los servicios médicos locales se vean abrumados por una cantidad inmanejable de enfermos, están haciéndose tan grandes los costos económicos, psicológicos e incluso sanitarios que ha llegado la hora de relajarlas. Aunque los más decididos preferirían esperar hasta que los científicos les hayan entregado la vacuna salvadora, entienden que sería peor que inútil intentar perpetuar la situación actual.

Lo que ningún gobierno quiere abandonar es el “distanciamiento social” que, en buena lógica, debería hacer innecesario el confinamiento obligatorio, bajo vigilancia policial, de decenas de millones de personas, ya que el consenso es que el virus no puede saltar más de un par de metros.

Lo más probable es que el clima de sospecha generalizada que los gobiernos se las han arreglado para difundir fomente el egoísmo de las comunidades nacionales y los diversos grupos que las conforman.

Asimismo, creen que las condiciones son propicias para cierta flexibilización porque, con la excepción de algunos rebeldes reacios a prestar atención a las advertencias de los epidemiólogos, en todas partes la mayoría se ha acostumbrado a llevar barbijos en lugares públicos y a mantenerse debidamente alejada de los demás. Incluso entre los jóvenes y sanos, el virus infunde respeto.

Parecería, pues, que estamos participando de una revolución social sin precedentes que, siempre y cuando no se encuentre muy pronto una cura eficaz y universalmente accesible para covid-19, incidirá profundamente en la vida de todos.

Por fortuna, la pandemia se hizo sentir en un momento en que abundaban los adminículos electrónicos que nos permiten mantenernos en contacto con nuestros semejantes. No es lo mismo comunicarse a través de una pantalla que abrazarse o reunirse para charlar, pero es mejor que nada. De haber irrumpido el coronavirus hace apenas veinte años, antes de la aparición de Facebook, Skype, los ubicuos celulares “inteligentes”, Zoom y otros medios que, para preocupación de algunos, ya estimulaban el aislamiento voluntario, los encierros forzosos que separan a familias y a grupos de amigos hubieran sido aún menos soportables de lo que han sido.

Es por lo tanto irónico que el mundo socialmente distanciado que nos está esperando se parezca mucho a aquel que, es de suponer sin habérselo propuesto, estaban en vías de moldear las grandes empresas tecnológicas que, al impulsar el acercamiento virtual, estimulaban el alejamiento físico. Es como si nos estuvieran preparando para lo que vendría. En efecto, antes de vaciarse los parques, plazas y calles de las ciudades, era común toparse con muchedumbres de individuos que se concentraban exclusivamente en las imágenes que se formaban en la pantalla de su celular sin prestar atención alguna a quienes los rodeaban.

En adelante, habrá más distancia entre ellos, pero la verdad es que, tal detalle aparte, poco habrá cambiado.

Puede que para los habituados a vivir en una suerte de burbuja electrónica, el nuevo mundo que nos aguarda no sea tan terrible. Con tal que, el teletrabajo mediante, conserven sus empleos y sus ingresos, o ya cuenten con un colchón adecuado, debería serles relativamente fácil adaptarse.

Así y todo, pase lo que pasare en los meses y años venideros, la manera draconiana en que casi todos los gobiernos han reaccionado frente al virus no puede sino afectar profundamente a quienes aún son muy jóvenes. Los encierros prolongados y las palabras usadas para justificarlos les han enseñado que su mera presencia puede ser mortalmente peligrosa para los mayores de su propia familia, que fuera de casa les convendría ocultar la cara detrás de una máscara y que nunca deberían aproximarse a extraños porque cualquiera podría ser portador del virus asesino.

Sería asombroso que, luego de haber recibido tales mensajes en una etapa formativa de su vida, los olvidaran una vez terminada la emergencia merced a la producción de una vacuna o a nada más que la conciencia de que en adelante el género humano no tendrá más opción que la de resignarse a convivir con el maligno patógeno recién detectado.

¿Será más solidaria una generación cuyos integrantes están convencidos de que, para sobrevivir, les es necesario distanciarse socialmente de todos los demás?

Hay optimistas que dicen creer que, de resultas del pánico provocado por covid-19, está por inaugurarse una época en que todos, aleccionados por la experiencia, se hagan más generosos que antes, pero lo más probable es que el clima de sospecha generalizada que los gobiernos se las han arreglado para difundir fomente el egoísmo no solo de las comunidades nacionales sino también de los diversos grupos sociales, culturales y étnicos que las conforman.


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