El dictador bueno

Por James Neilson

A primera vista, erigirse en defensor de los derechos humanos debería ser muy sencillo: bastaría con hacer una lista de todas las violaciones concebibles y oponerse sistemáticamente a quienes están dispuestos a perpetrarlas. Pero, por desgracia, en el mundo real el asunto es mucho más complicado. En él, la Policía, las cárceles y los ejércitos son claramente necesarios. También lo es a veces el uso de la violencia. ¿Cuánta? ¿Cuándo? No siempre es fácil responder a tales interrogantes: se ha escrito miles de tomos, todos distintos, destinados a trazar una línea entre la violencia legítima y defensiva por un lado y, por el otro, la que es indiscutiblemente ilegal y agresiva. Además, para embrollar aún más el tema, abundan los resueltos a dar prioridad a otros derechos: el de no pasar hambre, el de tener un buen empleo, el de disfrutar tal como uno desee de sus bienes materiales, el de los embriones a la vida, el de la mujer a hacer cuanto se le antoje con su propio cuerpo, etc., etc…, planteos que suministran a los ya proclives a emplear la violencia un arsenal inagotable de pretextos para hacerlo.

En efecto, son tantas las dificultades y las sutilezas que no sorprende que haya muchos hombres y mujeres que a pesar de aparecer decentes pueden reivindicar con pasión actos salvajes, lo cual, huelga decirlo, ayuda enormemente a los sádicos tenebrosos que se deleitan torturando y asesinando a sus víctimas. Por ejemplo, durante los primeros años del Proceso, miles de personas normales minimizaban la importancia de lo que hacían los militares insistiendo en que dadas las circunstancias se trataba del mal menor: ¿preferiría usted que los comunistas llegaran al poder? Puesto que en aquel entonces hubo muchos regímenes comunistas que no vacilaban en asesinar a decenas de miles de personas, tales afirmaciones resultaban eficaces, aunque en verdad no hubo posibilidad alguna de que la Argentina compartiera el destino de Camboya.

Desde aquellos días sombríos, la Argentina ha cambiado. Aunque solamente un ingenuo creería que es siempre fácil distinguir la violencia legítima de la otra, no se dan amplios sectores que serían capaces de reivindicar en público la represión militar o solidarizarse con la Triple-A. ¿Podría modificarse este estado de cosas reconfortante? Por desgracia, hay motivos para sospechar que de producirse una situación límite habría muchos que sentirían que es perfectamente legítimo secuestrar, torturar y asesinar a fin de prevenir lo que en su opinión sería un mal mayor. Además, lo mismo que los responsables de los horrores perpetrados durante el Proceso, se legitimarían señalando que sus adversarios más tenaces sólo respetan los derechos humanos de sus propios amigos.

Es por eso que la «rebelión» protagonizada por Raúl Alfonsín, Alfredo Bravo y otros «progresistas» notorios contra la decisión del presidente Fernando de la Rúa de votar por condenar a Cuba en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU tiene connotaciones siniestras. Gracias a ella, el país retrocedió. Si bien pocos pensarían que al ex presidente y sus seguidores les gustaría establecer una tiranía castrista en la Argentina, con todas las atrocidades que esto supondría, el que se hayan encolumnado con fervor tras un dictador sanguinario por motivos ideológicos no puede sino privarlos de autoridad moral cuando aluden a los crímenes de Jorge Rafael Videla y compañía. ¿Los consideran imperdonables porque eran actos de barbarie, o porque los autores eran «derechistas» y el grueso de las víctimas de «la izquierda»? ¿Sería otra su actitud si fuera cuestión de la desaparición de diez mil «burgueses reaccionarios» liquidados por los combatientes idealistas del «comandante Jorge Rafael»? A juzgar por su conducta, no se trata de preguntas capciosas.

Pues bien: el progreso en este frente tan conflictivo depende de la convicción de que aun cuando haya algunas zonas grises que pueda discutirse, también hay ciertos abusos que no deberían cometerse jamás. No puede permitirse la tortura. Tampoco puede justificarse la encarcelación de personas por no comulgar con la ortodoxia política imperante. No es un delito protestar pacíficamente. En vista de que el único sistema que ofrece algunas garantías es el democrático, aquellos gobiernos que rehúsan celebrar elecciones libres a intervalos periódicos merecen ser rechazados por los demás.

¿Firmarían Alfonsín, Bravo, el ministro del Interior, Federico Storani, y el de Justicia, Ricardo Gil Lavedra, esta lista mínima de requisitos? Parecería que no, que por deferencia a Castro se negarían a hacerlo, lo cual, por desgracia, supondría que su larga militancia en pro de los derechos humanos ha tenido menos que ver con la defensa de la dignidad inalienable de toda persona, sea cual fuere su condición, que con sus propios prejuicios ideológicos. Puede decirse que dichos prejuicios son espléndidos, admirables, y que los de sus enemigos son canallescos, pero tales juicios no vienen al caso. Los convencidos de lo contrario, los que tienen la suerte inestimable de saberse dueños exclusivos de la verdad y por tanto obligados a imponerla, son en última instancia los grandes responsables de crear un clima de opinión en el que pisotear los derechos de quienes piensan distinto pudo tomarse por una intervención terapéutica imprescindible. El fanatismo es contagioso, y es común que los «buenos» inficionen a los «malos».

Para sus enemigos de «la derecha», la evidencia incontrastable de que el hombre que ordenó el juicio a los miembros de la Junta cree que en circunstancias determinadas debería abstenerse de criticar a dictadores culpables de violar en gran escala los derechos ajenos, ha sido un regalo sumamente valioso. A su entender confirma lo que siempre han creído, que Videla y sus allegados sólo fueron blancos de una campaña política instrumentada por hipócritas. Se equivocan: el que muchos «militantes de los derechos humanos» no titubearían un sólo instante en someter a sus enemigos al mismo trato que recibieron sus compañeros no quiere decir que sólo sea una cuestión de decidir quién tiene derecho a torturar o asesinar a quién, pero tal como están las cosas sería virtualmente imposible convencer a los «amigos del Proceso» de que realmente hay mucho más en juego que las vicisitudes de una lucha entre distintas agrupaciones autoritarias.

El presidente De la Rúa tuvo razón cuando pasaba por alto los reparos de ciertos correligionarios para ordenar a Adalberto Rodríguez Giavarini a votar por condenar al régimen cubano -no a «Cuba», la mayoría de los cubanos no tiene cómo incidir en lo que hacen sus gobernantes-, porque Castro nunca ha manifestado el menor respeto por los derechos de sus enemigos. Lo demás -lo malo que era «alinearse» con los Estados Unidos, hacer lo mismo que el gobierno de Carlos Menem, enojar al embajador cubano, irritar a los brasileños- es una argucia que emplearon los alfonsinistas y sus aliados porque eran reacios a confesar que en verdad los derechos de los cubanos les parecen triviales en comparación con su deseo de anotarse algunos puntos en el escuálido juego ideológico que tanto les fascina. Tales actitudes son frecuentes entre los políticos profesionales -fue a causa de ellas que antes de que el gobierno estadounidense del presidente Jimmy Carter optara por entrometerse, muy pocos dirigentes extranjeros alzaron su voz contra los crímenes que perpetuaba la dictadura encabezada por Videla, silencio que, claro está, lo alentó a creer que se saldría con la suya-, pero hasta hace muy poco era posible ilusionarse y confiar en que aquí por lo menos los dirigentes más prestigiosos entendían que subordinar los derechos humanos a la ideología propia era una buena manera de despejar el camino del infierno.


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