El pacto socialdemócrata
ALEARDO F. LARíA (*)
La caída del Muro de Berlín, en 1989, simbolizó el fracaso del modelo comunista basado en la propiedad estatal de los medios de producción y la planificación centralizada de la economía. Pero setenta años antes la Revolución de Octubre, acaecida en Rusia en 1917, había señalado los límites políticos de un modelo capitalista de “laissez-faire” dejado a su libre albedrío. Entre estos dos acontecimientos –que marcan el inicio y el cierre del “siglo corto” según la conocida denominación de Hobsbawm– se consolidó un tercer modelo de capitalismo regulado, basado en la economía social de mercado e inspirado en el consenso o pacto socialdemócrata. La socialdemocracia europea, frente al marxismo-leninismo revolucionario, había sugerido la conveniencia de avanzar por el camino de las reformas, tratando de limar las aristas más filosas del capitalismo. El resultado de ese proyecto es el actual Estado de bienestar. Aceptando una estructura económica que descansa en la iniciativa empresarial de los particulares y la libertad de empresa, se construyó una superestructura pública de servicios sociales, con el objetivo de garantizar a todos los miembros de la sociedad el acceso a la salud, la educación, la jubilación y otras ventajas sociales. La financiación de ese costoso sistema de prestaciones sociales quedó a cargo de un exigente sistema impositivo. Es decir que el consenso socialdemócrata implícito suponía que a cambio de admitir el derecho al enriquecimiento de unos pocos –consecuencia inevitable de un sistema que cedía el control de los medios de producción a los empresarios– se les obligaba a entregar parte de la riqueza obtenida al conjunto de la sociedad. De esta manera se evitaban los riesgos de recaer en una nueva guerra social por el reparto de la riqueza. Las ventajas de ese consenso han sido evidentes, a tal punto que se ha convertido en un modelo universal adoptado por todos los estados del planeta a excepción de algunos pocos países recalcitrantes. El progreso sobre los sistemas de dictaduras autoritarias ha sido doble: por un lado se ha conseguido una mayor eficacia, es decir, se ha mejorado la capacidad del sistema para generar riqueza social; por el otro, se ha consolidado un régimen político basado en la democracia, permitiendo la alternancia pacífica en el poder, la posibilidad de efectuar críticas a los gobernantes y el respeto de los derechos individuales de los ciudadanos. La democracia que emerge desde entonces es una democracia consensual que, sin desconocer la base conflictiva de toda relación política, busca alcanzar un acuerdo razonable entre los grupos sociales sobre algunas cuestiones básicas por la vía del diálogo y la negociación. De esta manera se ha diluido una visión épica de la política que imaginaba los conflictos normales de interés como un duro enfrentamiento entre clases sociales del cual debía surgir un ganador neto. Según el politólogo Tony Judt, “en muchos aspectos, el consenso socialdemócrata significa el progreso más grande que se ha visto hasta ahora en la historia. Nunca antes tuvo tanta gente tantas oportunidad en la vida”. Algunos pensadores, melancólicos de los viejos tiempos, añoran aquel escenario de duras luchas y esforzados combates y temen que la nueva democracia consensual sea una mera simulación que encubriría una desaparición forzada de las diferencias y los conflictos. En suma, denuncian la desaparición de “lo político” si la acción política queda reducida a una mera labor de gestión administrativa. Sin embargo, basta echar una mirada sobre el revuelto panorama nacional para percibir la enorme tarea que las democracias consensuales aún tienen por delante. A título de ejemplo, nos detendremos solamente en tres tareas pendientes en nuestro país que deben ser encaradas sin demora si verdaderamente se desea iniciar un franco e inaplazable proceso de modernización. El Estado de bienestar requiere un sistema impositivo moderno, equitativo y eficaz, muy alejado del actual desorden fiscal que caracteriza la anomalía argentina. Implantarlo demanda tiempo, esfuerzo y enorme voluntad política. En conexión con lo anterior, los ciudadanos deben percibir que sus impuestos sirven para mejorar la prestación de los servicios públicos y que permiten cubrir las finalidades más nobles del Estado. Por lo tanto, una segunda tarea exige acabar con las execrables prácticas de incorporar ineficientes clientelas políticas a los presupuestos oficiales y conseguir que los funcionarios públicos, en todos los niveles de la administración, sean elegidos en base a sus méritos y capacidades. Una tercera tarea hercúlea se insinúa frente a numerosos grupos corporativos que en nuestro país se apropian ilegalmente de rentas extraordinarias. Un ejemplo de dramática actualidad es el affaire de la Obra Social Bancaria que investiga la Justicia. Frente a este nuevo “caso Carrasco” ha llegado la hora de replantearse todo el sistema de obras sociales sindicales y poner fin a las prácticas que han permitido el singular enriquecimiento de muchos dirigentes gremiales a costa de la duplicación ineficiente del sistema de salud de los argentinos. De modo que estamos ante tres grandes desafíos, cada uno de los cuales supone romper una compleja maraña de intereses consolidados. El grado de compromiso con estos objetivos es el modo más idóneo para comprobar la verdadera naturaleza “progresista” de los gobiernos. Sólo merecerían esta calificación aquellos gobiernos que efectivamente asumieran con decisión estas tareas. Por consiguiente, podemos afirmar que el tiempo de la política, lejos de haber acabado, ha alcanzado una nueva densidad. Alejado de las marchas multitudinarias y del sonido de los redoblantes, nos convoca a una tarea más sólida, menos líquida. Las metáforas bélicas han perdido poder de pregnancia, pero la energía política necesaria para romper con la red de intereses corporativos que tiene atenazada nuestra democracia prueba sobradamente que “lo político”, lejos de haberse ido, está presente y exigente, pidiendo simplemente que, como pedía Ortega, nos dediquemos a las cosas. (*) Abogado y periodista
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