El repliegue de la izquierda aburguesada

Donald Trump y Mike Pence, el hombre que reemplazaría al magnate si sufriera un accidente, dicen creer que “el socialismo” está muriendo. Lo mismo que muchos otros, están procurando aprovechar el desastre venezolano para descalificar no sólo al régimen de Nicolás Maduro sino también a todos los gobiernos, incluyendo a los escandinavos, que se inspiran en la larga tradición socialista, como si a su entender no hubiera diferencias significantes entre el totalitarismo comunista al que se atribuyen más de cien millones de muertos, la ineptitud brutal chavista y la por lo común benévola socialdemocracia.

Con todo, si bien el maniqueísmo trumpista puede considerarse rudimentario, el que el hundimiento de la Unión Soviética y por lo tanto del llamado “socialismo real” se viera seguido en muchos países europeos por el derrumbe electoral de partidos que representan variantes democráticas del credo ha brindado argumentos poderosos a los convencidos de que nunca será posible cambiar radicalmente las sociedades existentes para ponerlas al servicio de todos.

Quienes piensan así pueden señalar que hace un par de décadas la socialdemocracia europea disfrutaba de muy buena salud electoral, pero entonces cayó víctima de una mezcla tóxica de soberbia y torpeza. Para desconcierto de sus simpatizantes, el grueso de la clase obrera de países como Francia, Italia y Alemania optó por boicotearla.

En Europa, la sensación de que las “elites” económicas y culturales se han alejado de la mayoría abrumadora de la población ha perjudicado mucho más a la izquierda democrática que a la derecha liberal.

Lo lógico sería que se vieran beneficiados aquellos movimientos socialistas que siempre han estado a favor de una mayor equidad económica, pero sucede que, como es el caso aquí, en los países relativamente ricos la clase política se acostumbró a privilegiar los intereses de sus propios integrantes; a ojos de los demás, los izquierdistas aburguesados forman parte de la “elite” repudiada, de ahí la proliferación de dirigentes antisistema, por lo común nacionalistas, que se comprometen a defender la identidad de su propio grupo étnico, religioso o, por decirlo de algún modo, cultural, contra los acusados de intentar desvirtuarla.

Para quienes están interesados en la salud del orden político en las democracias, la decadencia del socialismo democrático debe ser motivo de viva preocupación.

Que personajes como Trump y Pence festejen el presunto fallecimiento del socialismo en América latina es lógico. Saben que los ayudará en la lucha que está librando en su propio país contra el Partido Demócrata que, por ahora al menos, se ve dominado por izquierdistas declarados.

Así y todo, para quienes están más interesados en la salud del orden político que rige en las democracias occidentales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial que en las vicisitudes electorales de dirigentes determinados, la decadencia evidente del socialismo democrático en muchos países significantes debe ser motivo de viva preocupación.

El socialismo siempre se alimentó del deseo comprensible de los disconformes con el statu quo de vivir en un mundo más equitativo, más justo.

Si bien a juicio de los diversos electorados europeos y, parecería, latinoamericanos, los gobiernos de izquierda o de centroizquierda que se comprometían a satisfacer tales aspiraciones no lograron hacerlo, ello no quiere decir que la mayoría se haya resignado al destino que le ha tocado, solo que está buscando nuevas alternativas, de ahí el surgimiento de una plétora de movimientos “populistas” de los cuales el liderado por Trump es un ejemplo.

La Argentina no es el único país en que la mayoría mira hacia el futuro con inquietud. Por sus propios motivos, muchos millones de norteamericanos, británicos, franceses, alemanes, italianos, españoles y otros también temen que los años venideros les resulten adversos, que los buenos tiempos ya hayan llegado a su fin y que con toda probabilidad los que les aguarden serán peores.

Las alternativas planteadas por políticos moderados no motivan entusiasmo.

Todos tienen buenos motivos para preocuparse. En Estados Unidos, la “grieta” que se ha abierto entre los partidarios de Trump y quienes lo odian se ha hecho infranqueable. En el Reino Unido, muchos creen que el Brexit tendrá consecuencias trágicas tanto para los británicos como para sus pronto a ser exsocios del continente donde el clima es igualmente sombrío.

Los problemas ocasionados por una avalancha inmigratoria desde países subdesarrollados en que la violencia extrema es rutinaria, el surgimiento resultante de movimientos nativistas que quieren volver atrás algunas décadas el reloj y una economía que tambalea al borde de una nueva recesión que tendría su epicentro en Alemania han encendido las luces de alarma.


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