EN CLAVE DE Y: Oscuridad
Así, de pronto, toda luz y sonido cesó. Nada: ni siquiera había dejado encendida una hornalla. El rutinario, tranquilizador runrún de la heladera, el parloteo de la radio, la pantalla emitiéndome ese pequeño reloj egipcio que siempre me impacienta…la luz de la cocina, la luz de la biblioteca, la luz del patio; sumido el mundo, aún, a pesar de la hora, en la absoluta oscuridad.
Seres limitados en el espectro, seres a los cuales la oscuridad rememora terrores e incertidumbres, ¿cuántos como yo, realizando sus cosas antes de salir de la casa, sintieron que la vida se detenía, que el único ruido era el del corazón? Algún gen remoto emitió la ancestral alarma del animal diurno hacia la oscuridad; alguna occidental y cristiana neurona decía sólo es un corte de energía, falta poco para que amanezca, estás en tu casa…
La casa, entonces, ya no fue refugio sino cepo. Por alguna razón, busqué la puerta de salida, guiada por sombras de luz en las cortinas. Fugaces sombras de luz. Fugaces rugidos. El afuera era un fondo negro rasgado de vez en cuando por los focos veloces, un territorio hostil en el que sonaba a lo lejos una sirena sonido perturbador si los hay -…No era lo que dictaba la lógica, ni aconsejaban los especialistas en el llamado «tema seguridad». Acháquelo a un abrupto pase a otra dimensión, donde las reglas se habían corrido, y quizás eso explique por qué salí a la vereda, a la helada y levemente poblada vereda: seres que surgían de pronto entre las sombras, embozados hasta los ojos – reflejados en éstos la luz precaria de los vehículos- se identificaban brevemente como estudiantes, trabajadores, oficinistas, otros, otras, y se sumergían otra vez, oscuridad sobre oscuridad.
A la izquierda de mi casa, el este. Aún las bizarras, infames torres que se levantan por todos lados no han tapado la esperanza del amanecer…aún. El cielo es negro de toda negrura, horadado por las luces, cada vez más frecuentes, de autos y motos y micros que suben y bajan las asfaltadas bardas que constituyen las calles de mi ciudad. Claro: son los locos de las ocho. Así llamo a la horda metálica que quiere llegar a horario saliendo quince minutos antes de su casa que queda a media hora de su destino, y si usted es prudente, y a menos que le sea absolutamente imprescindible, hágame caso: salga o un poco antes o un poco después. Puede evitar el consabido accidente ya me enteraré después o puede no engrosar la lista de peatones víctimas de los depredadores de las ocho. El chico que junta las hojas, por ejemplo, está cerca mío, filosóficamente apoyado en su rastrillo y bien cerca del cordón cuneta. El sabe de los locos y locas de las ocho.
El este sigue sombrío. ¿No estará nublado? No. Tan frías como resplandecientes, las estrellas cuelgan de un cielo como el que miraba la chica del Titanic desde la balsa. Hermosas. Heladas.
¿Cuánto durará el corte? Ni intentar llamar al número de emergencia de la empresa, operación para la cual tendría que buscar una vela (siempre sé dónde están), ubicar esos números microscópicos y escuchar el tono de ocupado…todo volviendo adentro de la casa, cosa que no quiero, aunque los especialistas en el «tema seguridad» digan que es lo que debería hacer en lugar de estar esperando el amanecer en la vereda.
Oh, claro que sé que las pirámides se construyeron con cálculos iluminados con cera y aceite, y más de una obra de arte no supo de la energía eléctrica, y…santo cielo, ¿cuándo amanecerá? Me parece, sólo me parece, o será mi esperanza, que el azul noche, allá a lo lejos, se está rindiendo a un celeste apenas esbozado. Me estoy congelando, pero ni importa: como la de las cavernas, arrebujada en lo que pueda, esperaré la luz. Y por un segundo, como ella, tendré la duda: ¿saldrá el sol otra vez?
MARIA EMILIA SALTO
bebasalto@hotmail.com
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