En un callejón sin salida

Desde que se inició la crisis financiera internacional, el problema social más doloroso y más exasperante de los países desarrollados ha sido el desempleo. Tanto en Estados Unidos, donde el sistema estadístico oficial subestima groseramente la cantidad de desocupados, como en la Unión Europea ya es considerado normal que más del 10% de la población “activa” no encuentre un trabajo formal. La semana pasada se informó que en la Unión Europea en su conjunto hay más de 25 millones de personas desocupadas. En España, con un índice de desempleo del 26,2%, y Grecia, con uno del 25,4% conforme a las últimas cifras disponibles, la situación se ha hecho tan grave que a juicio de muchos los estallidos sociales son inevitables. Con todo, si bien nadie niega que el nivel de desempleo es inaceptable y que, a menos que los gobiernos logren reducirlo, las consecuencias políticas y sociales no podrán sino ser muy graves, hasta ahora los intentos de mitigar el desastre no han servido para mucho. Puesto que las tradicionales recetas keynesianas supondrían más endeudamiento en sociedades que ya están pagando un precio muy alto por no haber prestado atención a quienes habían advertido que, tarde o temprano, les sería forzoso procurar impedir que los déficits siguieran creciendo exponencialmente, en Europa gobiernos de distinto origen ideológico dan a entender que una vez restaurado el equilibrio fiscal habrá empleos para casi todos, mientras que en Estados Unidos la administración del presidente Barack Obama ha preferido una estrategia más cauta, a pesar de la oposición de republicanos que se afirman convencidos de que, a la larga, la política expansiva reivindicada por los demócratas tendrá resultados catastróficos. Aunque es habitual atribuir lo que ha sucedido en los países más avanzados a factores puntuales como la codicia de banqueros o la falta de regulaciones claras en los mercados financieros globalizados, no puede ser casual que la crisis se haya producido en un período signado por grandes cambios demográficos. El envejecimiento sumamente rápido de las poblaciones de Estados Unidos y Europa y la propensión generalizada de los jóvenes a postergar su ingreso al mundo laboral por razones educativas han transformado la relación entre las partes “activa” y “pasiva” de la sociedad. Si bien debido al progreso tecnológico las economías avanzadas son más eficientes que antes –en España, por ejemplo, el aumento explosivo de la tasa de desempleo parece haber incidido poco en la evolución del producto bruto nacional–, la mayor exigencia laboral así supuesta perjudica a quienes en otras circunstancias estarían desempeñando tareas acaso rudimentarias pero así y todo económicamente necesarias. Por lo demás, a causa de los esfuerzos por restaurar cierto orden fiscal, los gobiernos no podrán continuar creando decenas, cuando no centenares, de miles de empleos prescindibles, ya que no aportan nada útil al conjunto, en el sector público. A primera vista, es paradójico que una consecuencia de la caída abrupta, un par de décadas atrás, de la tasa de natalidad en países como España y Grecia haya sido el desempleo masivo que afecta principalmente a los jóvenes, pero es lo que ha ocurrido. Al aumentar los costos del Estado benefactor que se formó en sociedades de perfil demográfico muy distinto del actual, los gobernantes se ven obligados a impedir que los déficits sigan profundizándose y también a respetar muchos derechos adquiridos, defendidos con vigor por sindicatos y por agrupaciones políticas, que se concedieron antes de que los cambios se hicieran sentir. Se ha llegado, pues, a una situación difícilmente sostenible que, en Europa, se ve complicada por la voluntad tenaz de la mayoría abrumadora de los habitantes de los países de la periferia sureña a aferrarse al euro, la moneda que comparten con los alemanes y sus vecinos de sociedades mucho más productivas. Puesto que no hay motivos para suponer que exista una salida fácil de la trampa en que los países más desarrollados se han precipitado, criticar a los políticos por no tener “la imaginación” o “la grandeza” que presuntamente les permitiría encontrarla no tiene sentido aunque, claro está, muchos seguirán desahogándose acusándolos de no haber previsto un desastre socioeconómico que, en retrospectiva, parece inevitable.


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