La abolición del pasado

JAMES NEILSON

En la novela 1984, George Orwell señala que “quien es dueño del presente domina el pasado; quien es dueño del pasado domina el futuro”. Desde hace miles de años, autoritarios de diverso tipo coinciden con el pensador socialista inglés, razón por la que tantos han procurado manipular el pasado para adecuarlo al presente con el propósito de asegurar así que el futuro sea de su agrado. Últimamente, los revisionistas más drásticos han sido los guerreros santos del islam que, a pesar de los reveses sufridos a manos de “los cruzados” norteamericanos, no están por darse por vencidos. Puede que pronto nos deparen algunas sorpresas impresionantes. En la ciudad sahariana de Tombuctú, cuadrillas afanosas de islamistas siguen demoliendo mezquitas y mausoleos vinculados con sectas que a su entender son heréticas, sin prestar atención alguna a las protestas de la gente de la Unesco, que dice que los edificios forman –mejor dicho, formaban– parte del “patrimonio de la humanidad” o de la Corte Penal Internacional que los declaró culpables de perpetrar “un crimen de guerra”. Más ambiciosos aún que los esforzados iconoclastas de Malí son sus correligionarios de Egipto y otros países musulmanes. Se afirman decididos a pulverizar no sólo las tumbas de santones idolatrados por peregrinos de mentalidad impía, además, claro está, de todo cuanto todavía queda de las iglesias cristianas y sinagogas judías que antes abundaban en la región, sino también las pirámides. Por ahora, pocos los toman en serio. Aunque sólo fuera porque Egipto depende tanto del turismo, la mayoría supone que sus gobernantes antepondrían sus intereses económicos a sus creencias religiosas, pero es posible que tales escépticos se hayan equivocado. Desde que el hermano musulmán Mohamed Morsi fue elegido presidente de Egipto, los defensores más fervorosos de la única verdadera fe, la suya, están pidiéndole “destruir las pirámides y lograr lo que Amr Ibn al-As no pudo”. A mediados del siglo VII de la era cristiana, el compañero así nombrado del profeta Mahoma y sus sucesores procuraron librar a Egipto de todos los muchos “símbolos del paganismo” que para su horror habían encontrado en el país que acababan de invadir, pero por motivos que tuvieron más que ver con la tecnología que con la teología, dejaron más o menos intactas las pirámides gigantescas que fueron construidas por los faraones. Merced a los aportes de los despreciados occidentales, hoy en día la tarea de demolición que se han propuesto no les plantearía demasiadas dificultades. Así las cosas, los monumentos emblemáticos de la civilización prehelénica del Mediterráneo oriental podrían compartir el triste destino de las estatuas de Buda en Bamiyán que en el 2001 fueron dinamitadas por los talibanes afganos. Desde el punto de vista de los clérigos, el asunto es muy sencillo: el islam es luz, todo lo demás es oscuridad. O, como supuestamente dijo el califa Omar antes de incendiar la gran biblioteca de Alejandría, “si los libros contienen la misma doctrina del Corán, no sirven para nada porque repiten: si no están de acuerdo, no debería conservarlos”. Para muchos millones de musulmanes –según encuestas recientes, la mayoría en países como Pakistán–, lo que sucedió antes de la llegada del islam es propio de “la edad de la ignorancia” y por lo tanto carece de valor, razón por la que es necesario eliminar los últimos vestigios de aquellos tiempos tan nefastos para que los iluminados por la fe puedan concentrarse en lo que realmente importa. Los islamistas más fanatizados distan de ser los únicos que se sienten tentados por la iconoclasia sistemática. Si bien en la actualidad son los más notorios, nunca han faltado individuos convencidos de que la propagación de sus propias ideas acarrea el deber de proteger a los demás de las difundidas por sujetos malignos que persisten en el error. No es cuestión de una recaída en lo peor del Medioevo o épocas anteriores, ya que el siglo pasado, comunistas y nazis trataron de cambiar el pasado para adecuarlo a sus propias prioridades, quemando libros, destruyendo obras de arte, demoliendo libros e intentando consignar al olvido a personas determinadas, entre ellas el poeta y periodista Heinrich Heine cuyos versos inolvidables fueron, por algunos años, atribuidos por editores alemanes intimidados a “un poeta anónimo”. En China, cuando la “revolución cultural” de los maoístas, los guardias rojos se entregaron a una auténtica orgía de destrucción de libros, cuadros, esculturas y personas. En todas las sociedades hay muchos que, en nombre de alguna que otra doctrina contundente, no vacilarían en revisar el pasado con el propósito no sólo de exaltar a los juzgados buenos sin también de borrar los recuerdos, y las obras, de quienes en su opinión eran malos. Por fortuna, en los países occidentales escasean hoy en día los dispuestos a destruir físicamente lo heredado de otros tiempos por creerlo incompatible con su propia versión de una edad tan esclarecida como la nuestra, pero acaso sienten que no les es necesario ir tan lejos, ya que cuentan con un aliado muy poderoso: la indiferencia. Mientras que hace cien años se daba por descontado que una persona medianamente culta se habría familiarizado con la literatura y la historia de la antigüedad grecolatina, además de las de su propio país, tales preocupaciones elitistas pronto se verían abandonadas. En Estados Unidos y, con menor intensidad, en Europa occidental, se produjo una rebelión académica contra la tiranía de “los hombres blancos muertos” que, para indignación de sus descendientes, durante milenios habían protagonizado la historia y cultura del Occidente. En su lugar, las universidades más prestigiosas ofrecerían cursos que servirían para fortalecer el sentido de identidad de los comprometidos con distintas minorías étnicas, ideológicas, estéticas y sexuales. Una consecuencia de la dispersión resultante ha sido la pérdida de interés en lo que todos tienen en común y la exageración de la importancia de las presuntas diferencias. Asimismo, al imponerse el populismo cultural, serían cada vez menos los inclinados a distinguir entre la historia averiguable por un lado y, por el otro, las ficciones o, a lo mejor, las hipótesis extravagantes, de fabuladores interesados en propagar sus propios relatos sin preocuparse en absoluto por su eventual relación con la verdad.

SEGÚN LO VEO


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