La plaga emblemática

El sida es una plaga emblemática de estos tiempos. Es un misterio por qué la respuesta internacional ha sido tan débil.

Si bien el sida dista de ser la más mortífera de las enfermedades que siguen afectando al género humano y todavía no puede considerarse la más difundida, es sin duda alguna el mal emblemático de nuestra época, razón por la cual la llegada del vigésimo aniversario del primer diagnóstico en California de un caso de lo que entonces parecía ser una condición muy exótica ha dado pie a muchas reuniones internacionales de alto nivel en las que, como suele suceder en tales ocasiones, todos los asistentes han coincidido en la necesidad urgente de tomar nuevas medidas. Aunque hasta ahora lo que se ha hecho ha resultado inadecuado, existen algunos motivos para esperar que en los próximos años la llamada comunidad internacional logre movilizar más recursos que en las dos décadas últimas en las que, como ha señalado el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, la reacción global frente al desafío planteado por la enfermedad ha sido «increíblemente lenta».

Hace poco, las grandes empresas farmacéuticas que, en términos prácticos, están encabezando la contraofensiva contra el virus, acordaron vender ciertos productos a los países africanos a precios reducidos, mientras que magnates como el norteamericano Bill Gates han estado donando sumas inmensas a las fundaciones creadas para luchar contra los estragos que el sida ya ha provocado en África, continente en el que más de 25 millones de personas son portadoras y se prevé que pronto habrá más de 40 millones de huérfanos a causa del mal. No sólo ha sido cuestión de presiones políticas o de filantropía. También está incidiendo la conciencia de que en el mundo moderno es virtualmente imposible poner en cuarentena a países enteros y que, de todas maneras, a esta altura las sociedades más desarrolladas y por lo tanto mejor informadas no pueden lavarse las manos de una tragedia de dimensiones apocalípticas que podrían ayudar a prevenir.

La razón por la cual la respuesta internacional ha sido tan débil no constituye un misterio. Por tratarse de una enfermedad que puede transmitirse a través de contactos sexuales que apareció por primera vez entre los homosexuales de San Francisco, no tardó en adquirir un estigma que no perdería. A pesar de que pronto se haría evidente que ser portador del virus no revela nada sobre el estilo de vida del afectado, son muchos los de mentalidad primitiva que insisten en considerarlo una suerte de castigo divino. Asimismo, el que el mal pueda quedar oculto durante años sin declararse más la disponibilidad de cócteles de drogas que lo convierten en una enfermedad crónica pero no necesariamente mortal ha significado que en los países ricos, que son los únicos que poseen los recursos materiales y científicos que podrían producir una cura definitiva, se ha difundido la sensación de que ya podemos convivir con el virus, alternativa ésta que no se da en la mayor parte del mundo.

Desde que fueran detectados los primeros casos, los resueltos a combatir el sida han tenido que enfrentar no sólo el virus mismo, reto que ya les resultaba muy complicado debido a sus características especiales, sino también a una amplia coalición de individuos que por los motivos que fueran se han negado a colaborar con sus esfuerzos. Entre ellos están aquellos líderes religiosos que anteponen a la vida humana su hostilidad principista hacia los preservativos y funcionarios gubernamentales tan obsesionados por la imagen de su país que han intentado convencer al resto del mundo que por razones morales, confesionales o ideológicas apenas se habían registrado casos del mal.

Por desgracia, en cierto modo la Argentina integra este grupo aunque su trayectoria en tal sentido es decididamente mejor que aquella de algunos países de África, Asia y Europa oriental. Según parece, los gobernantes más obtusos de todos han sido los chinos que insisten en que en todo su gigantesco país los portadores del virus son poco más de veinte mil cuando, conforme a las previsiones de la ONU, en poco tiempo más podría haber diez millones de seropositivos, lo cual, claro está, crearía problemas de salud pública comparables con los ya experimentados en los países más pobres de África que, la globalización mediante, plantearían un peligro adicional al resto del mundo.


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