La privatización del conocimiento

Por Tomás Buch

Los signos de los tiempos son amenazadores en el mundo entero, no sólo en nuestro pobre país. El primer mundo, al cual tanto envidiamos, tampoco es hoy un lecho de rosas, como diría el Inca Atahualpa. Pero, al margen de generalidades, quiero mencionar hoy los síntomas intelectualmente más alarmantes de algo que no vacilo en llamar la «Privatización del Conocimiento».

En nuestra civilización occidental, el pensamiento como actividad individual y como producto social atravesó varias etapas históricas, en la mayoría de las cuales tuvo que luchar contra la imposición de ideas preformadas desde el Poder. En la antigüedad, casi no existió pensamiento filosófico que fuese más allá de los mitos y los dogmas religiosos. La vida intelectual de occidente empezó con un grupo de grandes pensadores griegos -desde los presocráticos hasta Aristóteles- que en unos breves cien o doscientos años crearon las bases del pensamiento filosófico occidental. Ese impacto inicial fue tan fuerte, que se mantuvo casi intacto durante dos milenios de autoritarismo imperial y eclesiástico.

Durante la Edad Media dominó la Iglesia Cristiana, y el pensamiento independiente era frecuentemente castigado con la muerte en la hoguera; la educación consistía en el indoctrinamiento y en la repetición de los dogmas.

Pero desde mediados del segundo milenio después de Cristo, con centro en Europa, comenzó un fenómeno de gran complejidad que con el correr de los años se aceleró y se hizo revolucionario en escala global. Coincidieron y se interrelacionaron entonces varios grandes movimientos históricos, espirituales, económicos, tecnológicos y políticos, que generaron una formidable sinergia y un empuje dinámico que aún perdura después de más de medio milenio: ellos fueron, el Renacimiento, la Reforma protestante, el Capitalismo y varios avances tecnológicos que hicieron posible la Expansión geográfica de las potencias occidentales.

Uno de los resultados de esta formidable onda expansiva fue la Ciencia moderna, que, a su vez, se transformó en uno de los más poderosos motores para la continuación de aquel complejo de fenómenos que hoy constituyen la globalización de la economía y una revolución tecnológica cada vez más acelerada.

Desde los días de Galileo en adelante, la Ciencia ha ido paulatinamente reemplazado a la revelación y la autoridad religiosa como fuente de criterios para definir la verdad. Ha alcanzado un prestigio y una influencia crecientes, tanto en la configuración del mundo contemporáneo, como en la visión que tenemos de ese mundo. Sin embargo en la actualidad, la Ciencia como la conocemos está peligrando por efectos de las mismas fuerzas sociales que contribuyó a desencadenar.

La Ciencia no es sólo ni principalmente un conjunto de conocimientos que se aplican en la producción de artefactos y sistemas tecnológicos. Esa es la parte que hoy corre menos peligro. La Ciencia es ante todo una manera de interrogar la naturaleza, el hombre y la sociedad, y una actitud ante sus respuestas. La visión científica del mundo está siempre abierta a la revisión de sus propios resultados; es cuestionadora de dogmas y autoritarismos, no responde a otros intereses que los de su propia búsqueda desinteresada de la verdad, así como la define ella misma: una verdad que no es revelada por Poderes Superiores ni se escribe de una vez para siempre; que no responde a los intereses de los poderosos, y que ha dado mártires dispuestos a morir antes de aceptar el discurso del poder.

La Ciencia es un producto humano y social, y sus practicantes son humanos sometidos a las todas pasiones de la gloria personal, la fama y el poder. Pero se han vanagloriado de una postura ética que no estaba dispuesta a claudicar ante el poder ni ante el dinero. Además, históricamente se ha visto que las imposiciones siempre han retardado su progreso. La «física aria» de los nazis tanto como la genética lyssenkista de los comunistas han sido claudicaciones de los científicos ante el poder, pero han sido graves causas de retrasos. La ciencia sólo puede avanzar en un ambiente de libertad de pensamiento. Y ahora, la libertad del pensamiento científico peligra ante la seducción del dinero. La Ciencia se está vendiendo al Capital.

Don Dinero siempre fue un Poderoso Caballero, pero desde el auge del capitalismo, el sistema económico más eficiente que la humanidad ha logrado inventar hasta ahora, el Dinero es el valor supremo de la sociedad. Por lo tanto la codicia ha dejado de ser uno de los pecados mortales para transformarse abiertamente en el principal motor de todas las actividades de los humanos.

Este hecho no se contradice con el predominio de la democracia como sistema político. Esto es muy importante, porque es lo que ha dado origen a conceptos tales como el de los «Derechos Humanos», es decir la afirmación, muchas veces negada por los hechos y por la misma codicia de los poderosos, de que todo ser humano posee ciertos derechos por el solo hecho de serlo. Este principio está muy lejos de cumplirse satisfactoriamente, pero el solo hecho de su enunciación genera efectos de gran importancia.

El régimen democrático es muy apto para el desarrollo de la Ciencia, que por su naturaleza es crítica y sólo prospera en un ámbito de libre debate de las ideas. Uno de los ámbitos donde este libre debate se puede dar con mayor libertad es la Universidad, donde muchas de las ideas nuevas que luego se difunden a la sociedad han sido pensadas por primera vez. Pero tal debate sólo es posible en un verdadero régimen de libertad, en el que el pensador o el investigador no debe temer represalias ni postergaciones si sus ideas molestan a alguien.

A partir de su generación en los laboratorios o los gabinetes, el conocimiento científico debe encontrar mecanismos para su apropiación social. La docencia universitaria es uno de los caminos más importantes para ello; pero también lo es el paso de las teorías más abstractas a las concepciones sobre el mundo que configuran las metáforas de nuestro pensamiento cotidiano y los aprovechamientos prácticos de los descubrimientos científicos a la producción y a la gestión social, como los transistores o las teorías económicas.

Para ello debe existir un debate entre libres e iguales, debate que es uno de los principales fermentos de las sociedades. Por ello todas las dictaduras han tomado a las universidades como enemigas a controlar o a destruir.

En los países de tradición democrática siempre reinó la idea de que los resultados de las investigaciones podían y debían ser públicas, debatirse en la Academia y ser puestos a disposición de todos a través de su publicación en libros y revistas. En la mayoría de los países, esta publicidad de los resultados de la investigación científica estaba garantizada porque la mayor parte de esos trabajos eran financiados por la sociedad a través de los presupuestos universitarios. Aun los mecenas y las universidades privadas respetaron este principio, mientras no existía una aplicabilidad directa e inmediata de los descubrimientos científicos a la producción. Sin embargo, en algunas especialidades de la física y la biología los plazos que median entre un descubrimiento científico y su aprovechamiento comercial se han hecho cada vez más breves, hasta no más de dos o tres años. Esta inmediatez de la posibilidad de importantes ganancias tiene dos efectos negativos: hace mucho más redituable para las empresas la inversión en investigación en instituciones públicas, financiadas por el Estado por lo menos en parte; y hace mucho más tentadora para los académicos la posibilidad de una transición hacia la industria, y aun a crear sus propias empresas.

En la Argentina, donde se escucha la constante queja de que la industria no apoya la investigación científica, el estado tampoco invierte en ella y deja morir los laboratorios mientras los científicos emigran. Pero también se empuja a los investigadores a trabajar en temas aplicables, que es lo mismo que ocurre también en los países desarrollados. Se está produciendo así una verdadera privatización de la Ciencia, en que el financiamiento por parte de las grandes empresas privadas no sólo se apodera de los resultados de las investigaciones, que ya no se publican por razones de principio; sino que logra que se acomoden los planes de trabajo a los intereses corporativos, conduce a escamotear resultados cuando éstos no resultan del agrado de los financiadores, comienza a inhibir la discusión académica de las políticas universitarias; y hay casos en los que las empresas retiraron su apoyo cuando los estudiantes protestaron contra ciertas prácticas desleales o ambientalmente perniciosas de los ´sponsors´.

Según algunos observadores esta situación ya reviste tal gravedad, que aún el concepto mismo de Ciencia tal como la conocemos está corriendo peligro. No sería impensable que la época en que la Ciencia era una actividad libre y abierta y sus resultados admitían el libre debate y movilizaban el pensamiento esté tocando a su fin, así como algunos vaticinan el fin de la ciencia por haber llegado a conocer todo lo conocible. Espero que ambos vaticinios sean erróneos.


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