Las conductas animistas
En Tonga (Polinesia) se cree, según W. Mariner, que los tiburones no comen a la gente inocente. Si un hombre es culpable de robo o de cualquier otro delito, se dice que ha violado un tabú y se supone que es particularmente probable que tales personas sean mordidas por tiburones. Y un modo por cierto embarazoso de descubrir al ladrón se funda sobre esa idea: se hace entrar a todas las personas sospechosas en aguas frecuentadas por tiburones y aquel que es mordido o devorado es considerado culpable» (1).
Hans Kelsen estudia con claridad meridiana el pensamiento animista entre los primitivos y da cuenta de él mediante numerosos ejemplos extraídos de las prácticas consuetudinarias de los diferentes grupos que investiga. Se trata de la interpretación social de los hechos naturales basada en el principio de retribución. A los fines de brindar un ejemplo, nos remitimos nuevamente al texto citado: «Dado que se cree que el animal muerto puede vengarse, la conducta de la bestia viva es interpretada también según el principio de retribución. De allí que la muerte de un ser humano, causada por elefantes, leones, tigres u osos, es considerada a menudo como un acto de venganza del animal o de su especie».
Tal como puede observarse, los primitivos eran incapaces de distinguir los hechos naturales de los hechos humanos. Si un rayo mataba a una persona, los dioses retribuían con el castigo una conducta violatoria de las leyes del grupo. Ser beneficiados por la lluvia se consideraba como una retribución o premio que les enviaban los dioses. Si un oso mataba a un miembro de una familia, seguramente se debía a que la familia había violado algún tabú que observaba esa tribu. Existía una estrecha vinculación entre la conducta y los acontecimientos externos: en lugar de separar causa y culpa, todos los sucesos estaban unidos y no podían ser interpretados fuera de la conducta anterior o posterior del premiado o castigado. Atribuir alma a los animales, plantas o hechos naturales era la forma de percibir la realidad entre los primitivos. Todas las referencias anteriores nos permiten identificar el pensamiento animista.
¿Por qué se examinan estas cuestiones?
Han pasado muchos años y puede afirmarse que la especie humana todavía arrastra el peso del animismo como una práctica cultural muy arraigada entre nosotros y que no percibimos en toda su proporción. Al respecto destacaremos sólo algunos pocos ejemplos: al hombre lo acompaña la suerte si se levanta con el pie derecho o si encuentra una herradura; si lleva el sombrero amarillo Boca gana; los novios serán felices si llueve el día del casamiento; etc. Del mismo modo, pero en una visión negativa, el hombre está signado por la mala fortuna si pasa debajo de una escalera, si rompe un espejo, si se cruza un gato negro, si se derrama sal, etc.
Aún más, a esta enumeración de hechos es posible agregar un par de ejemplos muy difundidos entre nosotros. El estudiante o la estudiante que usa una prenda determinada cuando rinde una materia, interpretando que el uso de ese atuendo (corbata, pañuelo, etc.) le trae suerte. Le atribuye una cuota de influencia mágica que lo acompaña, lo guía y le hace sacar la bolilla que sabe para aprobar. Más allá del efecto psicológico positivo que pueda producir aferrarse a esas creencias, no existe forma científica de vincular la corbata o el pañuelo con el azar en la extracción de las bolillas. La relación entre la decisión del uso de esas prendas y el contenido de las unidades que debe rendir configura una típica conducta animista propia de los primitivos que atribuyen halos místicos a los acontecimientos de la vida cotidiana.
No menos significativa resulta la elección de un número para jugar a la quiniela, lotería, casino, quini, loto, etc. Pareciera que los individuos necesitan otorgarle un sentido a su elección, razones para fundamentar sus preferencias numéricas. Así, analizan si salió determinado número, cuándo salió, si está atrasado o muy repetido. La patente de un auto chocado o bien soñar con algo o con alguien les sirve para tomar una decisión lógica sobre el número al que deben apostar. Olvidan que los números no poseen ni memoria ni inteligencia. En realidad pueden salir todos los días o pasar un año sin aparecer, el azar no se encuentra regulado ni vinculado con los pensamientos animistas. Los números no tienen entidad sustantiva; son simples convenciones útiles para las mediciones cotidianas y al servicio de las disciplinas formales. Atribuir realidad a estas nominaciones cuantitativas encuadra en el razonamiento primitivo, un tanto pueril y con una gran carga de prejuicios que obstaculizan el conocimiento objetivo.
De lo expuesto no se sigue ningún deber. Es decir: se puede jugar a la quiniela, a la lotería, etc. porque brinda la ilusión y la posibilidad de ganar si coincide el número jugado con el número extraído y ello, sin dudas, conforma la visión lúdica de uno de los tantos aspectos de la vida. Incluso es aceptable el prejuicio animista si el apostador identifica su escasa y trivial dimensión.
Conclusión
La convicción animista asumida como un razonamiento válido contiene algunos efectos negativos y presenta dificultades en los procesos de aprendizaje, pues predomina la idea primitiva vinculada con las cábalas que distorsionan el conocimiento y los niveles de abstracción necesarios para el desarrollo pleno del ejercicio de la libertad. Es necesario que nuestros niños y jóvenes distingan con claridad los alcances de un juego, frente a la esclavitud que genera aferrarse, en forma irracional, a los mitos y fantasías populares.
Párrafo aparte merece la cuestión religiosa. En el ámbito de las convicciones, lo que el hombre hace con su soledad no debe someterse a los controles de la ciencia, subrayando que a veces se confunde la fe religiosa con el fetichismo popular, que adora el objeto en lugar de rendir culto a lo que éste representa.
ENRIQUE LIBERATI (*). Especial para «Río Negro»
(*) Doctor en Derecho
(1) Kelsen, Hans (1945). Sociedad y naturaleza. Una investigación sociológica. Buenos Aires, Editorial Depalma.
En Tonga (Polinesia) se cree, según W. Mariner, que los tiburones no comen a la gente inocente. Si un hombre es culpable de robo o de cualquier otro delito, se dice que ha violado un tabú y se supone que es particularmente probable que tales personas sean mordidas por tiburones. Y un modo por cierto embarazoso de descubrir al ladrón se funda sobre esa idea: se hace entrar a todas las personas sospechosas en aguas frecuentadas por tiburones y aquel que es mordido o devorado es considerado culpable" (1).
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