Los políticos y los demás
Si bien muchos se han habituado a amonestar a los legisladores y funcionarios que ocupan cargos importantes en el gobierno toda vez que consiguen un nuevo aumento salarial, ya que a su juicio deberían conformarse con lo que perciben los maestros, el consenso tanto aquí como en las demás democracias es que merecen ganar tanto como un buen abogado o el ejecutivo de una empresa importante. Señalan que la alternativa sería resignarse a que la política fuera coto de caza para una minoría adinerada. Con todo, aunque la mayoría entiende que sería antidemocrático dejar la política en manos de aficionados ricos, como era el caso en épocas pasadas, la brecha creciente que se da entre quienes viven de ella y sus conciudadanos motiva preocupación tanto aquí como en el resto de mundo. Casi todos los políticos terminan sintiéndose miembros de una “clase” o, como dicen los indignados españoles, una “casta”, con sus características y tradiciones particulares que, como es natural, propende a privilegiar sus propios intereses corporativos. Una solución que se ha propuesto para dicho problema consistiría en reemplazar periódicamente a los profesionales de la política por empresarios, sindicalistas, literatos, exdeportistas y otros que se han destacado en oficios exigentes y por lo tanto estarían en condiciones de aportar algo nuevo. Habrá tenido algo así en mente el presidente Mauricio Macri cuando, para enojo de los progresistas, optó por incluir en su primer gobierno a personas procedentes del empresariado. Sea como fuere, es de prever que hombres y mujeres que empezaron como “militantes” jóvenes de alguna que otra agrupación y esperan continuar hasta que la biología les diga basta sigan dominando el elenco político nacional. Para ellos, la política es una profesión como cualquier otra, una con sus propias reglas, entre ellas las relacionadas con el derecho de admisión. En principio, tiene sus méritos el planteo de quienes insisten en que convendría que la clase política se renovara regularmente, pero la verdad es que sería poco práctico procurar obligar a sus integrantes a regresar al llano luego de algunos años de actividad parlamentaria o de haberse desempeñado como funcionarios. Entre otras cosas, el reciclaje forzoso estimularía la corrupción; por motivos comprensibles, muchos legisladores y funcionarios, en especial los menos talentosos, tomarían la precaución de congraciarse con empresarios que podrían emplearlos en el futuro no muy lejano. Con todo, no cabe duda de que el aislamiento anímico, por llamarlo así, de la clase, casta, corporación o familia política plantea problemas graves en todos los países democráticos. Es tan fuerte la tendencia de sus miembros a adaptarse a las costumbres que, como toda comunidad humana, ha desarrollado que, desde el punto de vista de los de afuera, personas de preferencias ideológicas radicalmente distintas pueden compartir mucho más de lo que les gustaría creer. Que ello suceda no es necesariamente malo. Tienen que convivir y los que se niegan a charlar amablemente con los adversarios de turno suelen verse acusados de comportarse como autoritarios intolerantes, pero así y todo contribuye a crear la impresión de que “los políticos” pertenecen a un club, cuando no una especie de secta. En tiempos como los actuales, en los que ningún gobierno parece capaz de solucionar de manera satisfactoria una larga serie de problemas urgentes que agitan a distintos sectores de la sociedad que les ha tocado administrar, muchos se desahogan lamentando la aparente mediocridad de los políticos contemporáneos en comparación con los gigantes del pasado. Olvidan que hasta los personajes históricos actualmente más admirados tuvieron que soportar las críticas feroces de quienes los encontraban inferiores a los de la generación anterior. De todos modos, en algunos países el fastidio que tantos sienten ha comenzado a expresarse a través de versiones del grito anárquico de “que se vayan todos”. Cuando se difunde la convicción de que, por las razones que fueran, los dirigentes locales no están a la altura de sus responsabilidades, los más beneficiados serán aquellos que se las arreglan para brindar la impresión de ser ajenos al mundillo político local. Puede que sólo sea cuestión de profesionales avezados que, por un rato, se disfrazan de rebeldes contra el statu quo, como hizo Carlos Menem antes de alcanzar la presidencia, pero a veces se trata de personas que han tenido éxito o, por lo menos, han cobrado notoriedad, en otros ámbitos. El escritor peruano Mario Vargas Llosa pareció destinado a erigirse en presidente de su país porque sus compatriotas querían a alguien que no se hubiera visto contaminado por la ensimismada cultura política nacional, pero, felizmente para la literatura, las aspiraciones del novelista fueron frustradas por otro “outsider”, Alberto Fujimori. En Venezuela, el ascenso irresistible de Hugo Chávez se debió al desprestigio de la clase política. En Estados Unidos, Donald Trump ha sabido aprovechar sentimientos muy similares a los que en América Latina han facilitado la llegada al poder no sólo de demagogos como Chávez sino también de muchas dictaduras militares; lejos de perjudicarlo, la evidente falta de experiencia política del empresario y su desprecio por las normas le han permitido acercarse a las puertas de la Casa Blanca. Muchos norteamericanos, europeos y, desde luego, latinoamericanos parecen convencidos de que los políticos de sus países respectivos no los representan, lo que es un tanto extraño porque todos alcanzaron los puestos que ocupan merced al voto popular. Aunque en algunos países la presunta voluntad mayoritaria se ve distorsionada por listas sábana y otras modalidades engañosas favorecidas por dirigentes resueltos a consolidar su propio poder, de quererlo la ciudadanía podría obligarlos a modificar el sistema electoral para marginar a aquellos candidatos cuyo único mérito consiste en su lealtad hacia su jefe particular, pero parecería que a pocos les importa demasiado el que, según ciertas encuestas de opinión, aquí la mayoría confíe más en los banqueros y abogados que en los legisladores o que en Estados Unidos y varios países europeos la brecha entre la clase política y el grueso de la ciudadanía haya adquirido dimensiones alarmantes.
Opiniones
James Neilson
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