Memorias de los niños veraneando

Los niños jugando en la playa dibujan la imagen de la felicidad veraniega. Si esta imagen se ensancha y descubre la presencia cariñosa y atenta de los familiares adultos bajo la sombrilla, con sus anteojos oscuros, la libre ventura de los niños se transforma en una suerte de moderado bienestar y asistencia protectora. Las risas de quienes chapotean en el agua o los gemidos por temor a las olas o por alguna arenilla en sus ojos siempre nos conmueven en el paisaje habitual de las vacaciones.

Se supone que los chicos alcanzan la suma de su dicha y la reposición de su salud, luego del agotamiento escolar, con el aire puro del mar. Y en las jornadas en las que el calor estival ofrece un paréntesis, en las mañanas grises, frías y ventosas, cuando corren por las playas solitarias, los niños parecen aún más felices. Imaginan los adultos que los goces de los esplendorosos recuerdos de la vacación playera los acompañarán durante todo el año y quizá durante toda la vida. Pero no en todos los casos ha de ser así, conforme a la relatividad que reina en las cosas de este mundo cuando de sentimientos y emociones se trata.

En la vida de nuestras clases medias el veraneo junto al mar es sinónimo de ocio saludable y diversión, pero hace cien años atrás estaba sólo reservado a la más alta burguesía. Aunque el derecho al descanso vacacional está mencionado en la entusiasmada utopía de la Convención sobre los Derechos del Niño incorporada a nuestra Constitución, la mayor parte de los niños de la Argentina no accede a ese privilegio.

Pero existen otros tiempos y espacios del ocio infantil que se inscriben en la memoria plenos de auténtica felicidad. Esta, a veces, no hace distingos de clase o geografía y se vuelca también en un barrio humilde de los suburbios de cualquier ciudad, en la chacra modesta, en la estepa patagónica o en sus bosques y montañas.

La memoria guarda pocos restos y a menudo no guarda ninguno en absoluto de los reales momentos de bienestar, que es un estado más continuo, atenuado y olvidable de la felicidad. La felicidad es siempre culminación y corolario de la bienaventuranza y, por lo tanto, nunca logra ser muy prolongada ni más o menos permanente. Sus causas suelen ser ignotas o nimias. Las razones de la dicha de los niños son más misteriosas aún que las de los mayores, porque su capacidad de secreto, disimulo y doblez es tan importante como su ingenuidad.

Los conceptos de vacación y de niñez no existieron hasta el siglo XIX. Por lo tanto no había una memoria específica sobre la niñez. El niño era solamente un futuro adulto no acabado, no era nada más que el proyecto de un adulto, sin personería propia. No había «niños» como específica categoría derivada de la corta edad. Tampoco, por ello, había autobiografía posible de la niñez.

¿Quién sabe? Tal vez los recuerdos de infancia tengan poco que ver con la mítica idea que persiguen los padres en el veraneo de los chicos. No podemos establecer una regla general de los modos de bienestar y alegría, pero me temo que teniendo en cuenta el elevado costo económico del veraneo de playa, con su rutina diaria cuidadosamente regulada, resulte un poco aburrido para los niños mas inquietos. Tengo testimonios que aseguran que, de grandes, pocos las recuerdan con mucha alegría.

Los primeros años de nuestra vida parecen más recordables cuando hay descubrimiento de algo nuevo, acontecimiento, exploración y aventura: atrae lo inesperado, el contacto con una naturaleza desconocida, cierta sensación de riesgo que despierte la imaginación. El ocio en el campo, en la montaña o en las costas más solitarias y borrascosas del mar, con su procelosa presencia, es más frecuente en la memoria de los adultos que la monótona tarea de tostarse junto al agua.

Los literatos han dejado testimonio de ello. Las memorias del ocio nunca son tristes, pero a menudo suelen ser aburridas y poco atractivas para el lector. Quizá por ello, los escritores no se sinceran totalmente al respecto. Prefieren evocar las instancias dramáticas de la vida y la comicidad, ocasionalmente patética, de las anécdotas familiares. «O los libros o los niños» es un dicho latino, dirigido a los poetas y filósofos del Imperio romano: no pueden ocuparse de los niños y escribir al propio tiempo. A los padres y madres lectores de playa les puede ser aplicado el aforismo. Pero tal vez quieran, cuando los niñitos se duermen, leer algunas memorias célebres. Aquí van mis sugerencias.

Desde que el psicoanálisis puso énfasis en los traumas de la infancia para interpretar las desdichas de los pacientes del diván, se sabe que el drama de los adultos o su fortuna espiritual está estrechamente vinculada a la vida familiar y también escolar. Es el caso de las que cuenta, por ejemplo, el austríaco Thomas Bernhard en sus obsesivos textos autobiográficos (como «El origen» o «El Niño», todas publicadas por Editorial Anagrama), examinando sin piedad los tiempos de la escuela y los dogmas de conducta y conocimiento inculcados por los adultos.

En nuestro país las autobiografías que cuentan los años de la infancia empiezan cuando ya promediaba el siglo XIX. La autobiografía de Manuel Belgrano despacha su niñez y juventud en dos párrafos secos. Esos textos sólo tienen intención política, ideológica y justificatoria de sus acciones ante la historia futura. Recién en el romanticismo se rescata y se exalta la subjetividad. Sarmiento promete, en «Recuerdos de Provincia» (1850), la memoria de la niñez y de sus antecesores. Pero con excepción de las bellas páginas destinadas su madre, doña Paula Albarracín, «digna, dice, de los honores de la apoteosis», el libro es una muestra del ego estupendo de Sarmiento. Por eso, cita en el primer epígrafe a Eliseo Montaigne: «Decir de sí menos de lo que hay, es necedad y no modestia; tenerse en menos de lo que uno vale, es cobardía…».

No es el caso de la depurada y discreta nostalgia del norteamericano Guillermo Enrique Hudson, en «Allá lejos y hace tiempo»: esas memorias de su infancia pampeana describen la reservada naturaleza de nuestros llanos, exaltada con rigor y cariño. Son instructivas y llenas de magia bien argentina. Son doblemente deliciosas si se las lee en el inglés del original. Jorge Luis Borges, en uno de sus exabruptos de filiación británica, afirmaba que esa obra, que incluía en la literatura nacional, era superior al «Martín Fierro».

Albert Camus en «El primer Hombre», su obra póstuma evoca el mar y las playas populares de Argelia como lugar de juegos y aventura. Pero no se trataba de una vacación, sino de algunos momentos pletóricos de vitalidad, en una infancia de pobreza y esfuerzo. Las memorias sobre el aprendizaje de la calle y los padecimientos de la escuela son más seductoras. J. D. Salinger, con «El guardián entre el centeno», un clásico de la literatura norteamericana contemporánea, es altamente recomendable para los padres que no abandonaron todavía la adolescencia mental. Se sentirán representados en la ansiedad rebelde que campea en sus páginas.

Los premios Nobel Elias Canetti, en «La antorcha al oído», y Orhan Pamuk, en su reciente «Estambul», son productos de la experiencia urbana en medios cultivados y de pretensión cosmopolita y sus recuerdos están elaborados con exquisito estilo.

Walter Benjamin, que dejó intrigantes reflexiones sobre la memoria y el paisaje ciudadano en su «Infancia en Berlín», señalaba que «jamás podremos rescatar del todo lo que olvidamos y quizá es bueno que sea así». Claro está, los libros autobiográficos nunca son más que una pequeña parte de la memoria de la niñez. Inevitablemente, nos dejan ver que tras el placer del texto hay un horizonte silencioso, como el del océano más allá de las olas. En esa difusa lejanía, sabemos que está todo aquello que nunca podremos leer y que el autor nunca pudo recordar.

Ese mundo no textualizado no podemos leerlo, ni escribirlo. Pero sabemos que esta ahí, en una continua promesa de habla, de comunicación y de vida. Y ése es el núcleo maravilloso del mundo de lo escrito: nos ofrece una diversidad de perspectivas, algunas ocultas para siempre, pero alentando la amistad y el diálogo con un tiempo perdido. Su lectura puede ser una puerta casi escondida y cómplice que nos reabre el mundo regocijante o apesadumbrado del niño que fuimos, en vacaciones de verano o sin ellas…

 

 

OSVALDO ALVAREZ GUERRERO (*)

Especial para «Río Negro»

(*)  Abogado. Ex gobernador de Río Negro; ex diputado nacional por la UCR.


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