Mesa vacía

Es natural que muchos piensen que la idea de Brinzoni de una mesa de diálogo con familiares de desaparecidos sea una maniobra para frenar investigaciones en marcha.

Aunque el ministro de Defensa, Ricardo López Murphy, entiende que entre otras cosas le corresponde intentar mejorar la relación de las Fuerzas Armadas con el resto de la sociedad porque, al fin y al cabo, de creer los civiles que los militares plantean un riesgo más grave que el supuesto por hipotéticos enemigos externos les convendría desmantelar sus instituciones, es evidente que no cree que podría concretarse dicho objetivo minimizando la significancia de los crímenes cometidos por los agentes de la última dictadura militar, razón por la cual ha subrayado que no es suya la idea de una «mesa de diálogo» entre militares vinculados con el Proceso y familiares de desaparecidos. Para que sirviera para algo el «diálogo» que fue propuesto, es de suponer con buenas intenciones, por el jefe actual del Ejército, Ricardo Brinzoni, tanto los responsables de la «guerra sucia» como los individuos que cumplieron las órdenes que recibieron tendrían que estar resueltos a brindar a las organizaciones de derechos humanos y a la Justicia toda la información pertinente relacionada con el destino de los desaparecidos, pero por lo pronto pocos han manifestado interés alguno en hacerlo. Es lógico, pues, que para muchos la iniciativa de Brinzoni sólo constituya otra maniobra encaminada a frenar las investigaciones que están en marcha con el pretexto de que la mejor manera de permitir que «cicatricen las viejas heridas» consistiría en que todos rompieran con el pasado.

En los años que siguieron al colapso del Proceso a raíz de la derrota militar en el Atlántico Sur, la mayoría de los comprometidos con la «guerra sucia» se vio beneficiada por una serie de medidas que fueron tomadas por los gobiernos de los presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Menem. Por lo menos en el caso del radical, hombre que militó en las organizaciones de derechos humanos durante la dictadura y no meramente después, las concesiones así supuestas se debieron exclusivamente a que en aquel entonces el peligro de una rebelión militar masiva era algo más que una fantasía. Si bien en aquellos tiempos se empleó con cierta frecuencia la palabra «reconciliación», el Punto Final y la ley de Obediencia Debida no se inspiraron en el deseo de complacer a los militares, sino en la conciencia realista de que los costos de intentar enjuiciar a virtualmente todos los uniformados por los miles de delitos perpetrados podría desembocar en años de caos sanguinario en los que la democracia y todo cuanto ella implica estarían entre las víctimas iniciales. Por fortuna, aquel peligro ya no existe, de modo que no se dan motivos legítimos para poner fin a los esfuerzos por determinar exactamente qué ocurrió en la segunda mitad de la década de los setenta y a comienzos de los años ochenta del siglo pasado.

López Murphy dice que no se considera «el ministro de la reconciliación», pero es probable que al finalizar su gestión la relación de las Fuerzas Armadas como tales, y no meramente de un jefe particular, con los demás ciudadanos sean mejores de lo que eran antes. De ser así, será consecuencia del transcurso del tiempo, no de «mesas de diálogo» u otros encuentros escenificados. Por supuesto, mucho dependerá de la actitud de los militares actuales, pero si éstos siguen respetando la ley y se abstienen de manifestar nostalgia por los días en que las Fuerzas Armadas conformaban una especie de movimiento político blindado, será natural que militares y civiles converjan para que el país avance hacia una relación más normal o, si se prefiere, más moderna. Cualquier intento de acelerar este fenómeno sería negativo a menos que se basara en la voluntad de los jefes castrenses de colaborar plena y activamente con los investigadores para que la «revisión» que está produciéndose concluya cuanto antes. Como el ministro de Defensa ha señalado, los juicios originados en la presunta existencia de un plan sistemático urdido por los jefes castrenses del Proceso para la apropiación y reparto de los hijos de los desaparecidos deben seguir en manos de la Justicia Civil: de prosperar las maniobras destinadas a transferirlos al ámbito militar, el resultado no sería la «reconciliación civil-militar», sino su postergación.


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