Niños índigo
La gente (mucha, en verdad) que transita cuestiones tales como las filosofías alternativas, sus variantes medicinales, gimnásticas, educacionales y todo el amplio espectro que podría caber en opciones a la lógica, maneja con asiduidad el concepto de niños índigo. El diccionario -elemento siempre muy útil – nada dice de esta cualidad contemporánea, y se refiere a un colorante obtenido de forma natural o sintética, usado desde la más remota antigüedad; una variante del azul, precioso color por cierto.
Los niños índigo serían una nueva camada humana con cualidades parapsicológicas, con el hemisferio derecho muy desarrollado. El hemisferio derecho, dice la medicina, sustenta la intuición, la facultad creadora, la inclinación artística, y el izquierdo las funciones del razonamiento lógico. La conclusión elemental es que, en un mundo dominado por la lógica y sus variantes de tecnología y exactitud, estos niños están desubicados, desarrollando conductas agresivas o de excesiva timidez. Póngase en el lugar de un niño así, en un sistema educativo que comienza poniéndolos en fila y en base a órdenes precisas, lo tiene cuatro horas quieto haciendo cosas generalmente desvinculadas con las cualidades índigo.
Ahora bien, con esta manía de pensar en integración, de no optar entre la lógica o la intuición, me encuentro con un problema. Porque todas estas pequeñas personitas que a diario tratamos, y que alguna vez fuimos, tienen un potencial de vibración energética que les permite vincularse con las plantas y los animales, hablarle a la luz, jugar con el universo, aprehenderlo de forma amorosa, abrazándolo, zambulléndose en él. No en vano la presencia de un bebé transforma cualquier encuentro en una fiesta.
Bien pronto se le terminará la fiesta: «no» será la palabra más usada, la de los límites, y no será el equilibrio del «sí». Será «no» hasta que él mismo comience a usarla para marcarles los límites a los demás. Nuestro benemérito y obsoleto sistema escolar literalmente explota al recibir miles de índigos permanentes, camadas de siempre de seres vivaces y movedizos, con el agregado de ser violentados de mil formas desde el hogar, si lo tiene. Violencia que en lugar de ser canalizada con algún tipo de rato de descarga física y/o artística, pretende ser contenida desde un banco y un reloj que dice que luego vendrá un «recreo», rato que transcurrirá salvo honrosas excepciones, en un patio pequeño donde necesariamente se chocarán, y pelearán, y gritarán, para volver al banco a «aprender».
Así que no tiene usted que creer sí o sí en la existencia de los niños índigo. Podría ser que no haya que detectar si hay índigos o «normales». Si un pibe tiene inclinaciones artísticas, si se entretiene haciendo dibujos y no le interesa la gramática, es candidato seguro al título de hiperactivo, o al síndrome de atención dispersa y quizás a la ritalina, droga controvertida si las hay. Porque el asunto es que todos los chicos se expresan por el movimiento, el juego, el enchastre creador. Todos. Y sólo si tiene suerte, si es estimulado y valorizado, estas cualidades devendrán en modos de vida placenteros y si tiene más suerte aún, admiraremos sus canciones o sus cuadros o lo que haga con el hemisferio derecho, pobre hemisferio alternativo en un mundo tecnológico.
De modo que éramos pocos y parió la abuela: no sólo hay que revisar el secundario, que es el tramo de la educación formal en la picota. Hay que revisar el primario. Hay que revisarlo todo, en realidad. Para que un ser lleno de vida se transforme en un consumidor de alcohol, drogas varias, pastillas, analistas, cosas y cosas y más cosas, todas las que pueda comprar, todas las que pueda robar, algo debe andar muy, pero muy mal, ¿verdad?
Desde ahora, habrá muchos niños índigos en las calles. El frío suele tener esa cualidad con los labios y las manitos: las pone azules.
Beba Salto
bebasalto@hotmail.com
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