Nuestro político de la cultura

Por Héctor Ciapuscio

La historia argentina no es el fuerte de los políticos argentinos actuales. Los diarios nos informaron hace unas semanas que Domingo Cavallo exaltó a De la Rúa como «el Sarmiento del siglo XXI». El mismo ministro manifestó días pasados que «Chacho» Alvarez «es un hombre valioso como lo era Alberdi en el siglo XIX». La otra noche Carlos Menem, poniéndose a la altura de Joaquín V. González, se encocoró apropiándose de un párrafo de «La lección de optimismo» de aquel ilustre protagonista de la Generación del «80. Comenzó un discurso de barricada diciendo con palabras del tribuno «¡Trabajo va a tener el enemigo para desalojarme a mí del campo de batalla !… Lo dijo como una bravata, a título de usufructuario de su condición de comprovinciano respecto del otro, mientras desfilaba por los tribunales una comparsa de amiguitos suyos en el asunto del contrabando de armas. Quería decir que a él no iban a poder meterlo preso. Alardeaba porque confía en la «omertá», en la Corte de Nazareno y en un Ejecutivo pusilánime. Aunque quizá sobre todo porque piensa que a esta sociedad le interesa menos la justicia y la vindicta moral que el mantenimiento de sus consumos.

En toda la década pasada no salió de los sectores gobernantes, infinitamente poblados desde la rala provincia de La Rioja, la más mínima referencia al más ilustre ciudadano de su historia. Ninguno se acordó de reverenciarlo como a un santo patrono. Algo tan poco entendible como si los sanjuaninos se olvidasen totalmente de Sarmiento, los tucumanos de Alberdi, o los entrerrianos de Urquiza. Pudimos llegar a pensar en la existencia de alguna excomunión histórica, de partido o de facción, para el gran civilizador que honró a su provincia. Basada quizá en juicios suyos que los menemistas no comparten (por ejemplo, la descripción que hizo del general Paz como «el genio de la guerra culta, el hijo legítimo de la Ciudad, representante de la tendencia progresista del país» comparándolo con «Facundo, el hijo de la llanura, que representa la tendencia retrógrada»).

Esta anécdota puede ser aprovechable para indicar la necesidad de repasar nuestra historia. La desorientación que nos afecta se debe en gran medida a que no tenemos claro un «ranking» civilizado de nuestras personalidades históricas. En 1956 escribió admonitoriamente Martínez Estrada -enjuiciando la amnesia que nos trajo el militarismo fascistoide: «El país, bien lo sabéis, fue organizado por hombres de letras, por hombres de acción por el pensamiento. Moreno, Rivadavia, Echeverría, Alberdi, Gutiérrez, Mitre, Sarmiento y, al fin, Avellaneda para nombrar sólo a sus jefes. Ocuparon los más altos sitiales y la servidumbre los servía. Después las cosas cambiaron y comenzó la transmutación de todos los valores».

Pues bien, un repaso de nuestra historia debería dar un lugar eminente a Joaquín V. González, uno de los que continuaron en el siglo XX esa nómina de los mejores. ¿Quién fue? Una enciclopedia consignaría los datos mínimos. Nació en Chilecito (La Rioja) en 1863. Escritor, político, jurisconsulto y notable constitucionalista. Escribió «Mis montañas», «Ensayos sobre la Revolución», «El juicio del siglo», «Manual de la Constitución Argentina». Legislador, ministro del Interior de la segunda presidencia de Roca, ministro de Instrucción Pública, fue un liberal consecuente y esforzado paladín de reformas sociales y políticas.

Elaboró el más avanzado proyecto de Código del Trabajo. Integró el Tribunal Internacional de La Haya. Convencido de que la educación era el pivote sobre el cual el diseño de una nueva sociedad debía asentarse, fundó en 1905 la Universidad Nacional de La Plata, la primera con sesgo científico y experimental entre las universidades argentinas. Sus Obras Completas (25 tomos) fueron publicadas por ley de la Nación según proyecto de Alfredo L. Palacios.

Aunque los datos biográficos dicen mucho, faltaría una cualificación acorde. La podemos encontrar en el acto público que realizó en 1963 la Comisión Popular en homenaje al siglo de su nacimiento. La integraban, entre otros, A. Marasso, A. Capdevila, J. L. Borges, E. Mallea, J. L. Romero, R. Prebisch, E. Martínez Estrada, N. Repetto, A. Moreau de Justo, M. A. Cárcano, B. Houssay y F. Escardó. En tan selecta asamblea de talentos fueron dos los oradores. El primero, Ricardo Rojas, sostuvo que J. V. González había sido un hombre que no obró directamente sobre las multitudes, sino por la lenta eficacia del pensamiento puro, haciendo lo que llamaba política espiritual mediante las letras, la enseñanza y la ley. Y el filósofo Francisco Romero fundamentó un anhelo compartido por todos los presentes: recomendar Joaquín V. González a la sociedad como «el más eminente político argentino de la cultura». Urge, dijo, un examen a fondo de la obra ingente del riojano. Porque él como hombre público que llenó la vida de la nación durante décadas ha sido, sobre todo, nuestro más eminente político de la cultura. Y dijo, finalmente, lo que un filósofo como él podía decir y que sería sánscrito o chino para un político de ahora: que en estos tiempos se impone para el país la necesidad de una gran política de la cultura, no ya como medio de mejoramiento, sino como medio de salvación.


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