Permiso para ser «del palo»

El amor al flamenco no le alcanzó a Soledad Medhi. Viajó dos veces a España para verlo con sus propios ojos. La primera vez en Madrid estudió en el conservatorio Amor de Dios, pero la verdadera escuela la vivió en las peñas flamencas en Jerez de la Frontera. No fue fácil y pagó derecho de piso por ser extranjera. Al final sacó la licencia para ser una gitana más del lugar.

ROCA (AR).- Para ser una gitana más en España, Soledad Medhi tuvo que pagar derecho de piso.

Bailó el flamenco recién a los tres meses de haber llegado. Primero, observó cómo lo hacía el pueblo de Jerez de la Frontera en los patios de las casas y después se subió al tablao.

Con 23 años, la bailarina roquense de casi un metro ochenta, rubia, sensual, con facciones más de una alemana que andaluza, es una de las pocas en la Patagonia que vivió el flamenco desde adentro. Bulerías, alegrías, martinetes, soleá fueron ritmos que supo perfeccionar…

En dos viajes a Madrid y casi ocho meses conviviendo con gitanos en Jerez, palpó la danza española como si fuese la vida misma. En bruto, sin desviaciones y con los movimientos más auténticos, de bailaores que alternaban el vino y la guitarra.

De regreso a Roca, este año comenzó a dar clases en la Asociación Española, justo en el epicentro de la ya aplastante y trillada palabra «crisis».

«El flamenco es un filosofía de vida, para aprenderlo si sos mujer tenés que saber cómo vive una ama de casa gitana, y eso no te lo enseña una academia», cuenta Medhi sentada en la mesa del café, vestida de rojo. Sus cuentas pendientes se fueron saldando, a veces sin darse cuenta. Aunque alberga a otras que duermen en silencio. Una noche, de esas en que las persianas de los bares se bajan y la gente se queda adentro, estuvo a punto de bailar un tango con quien después supo que era el virtuoso guitarrista Vicente Amigo. A Tomatito de Camarón de la Isla no lo pudo ver las dos veces que fue a encontrarlo. La heroína, una vez más, podía más que la agenda de los precursores del flamenco. La copa de vino se vuelca en la mesa de algarrobo como la más sincera advertencia después de las diez de la noche. La gitana se sienta. La luz de la grabadora marca el comienzo de la entrevista con «Río Negro».

-Madrid… ¿cómo fue ese primer choque?

-La primera imagen estaba todo mal. Tengo cara de alemana. La gente tomada distancia, me decían la «giri», es un término despectivo. Jerez en cambio es un pueblo de gitanos. El pase para entrar es el respeto. Quedarte tres meses sentada mirando y escuchando. Si no sabés bailar ni te pares aunque estés muy seguro.

-¿Pudiste sorprender a alguien?

-En la casa de esta gente bailaba siempre, pero eran muy cerrados y celosos. Pocas veces te decían si ibas por buen camino. Yo tomaba clases con una profesora que era ama de casa, se llamaba Mercedes.

-Una postal de Jerez apenas llegaste.

-Dos pibes en un auto descapotable con la música al palo. Sólo que en vez de escuchar marcha, por los parlantes salía flamenco. La cultura de su arte es de un nivel muy elevada. No entendían por qué yo nunca baile tango siendo argentina.

-¿Qué historias te quedaron marcadas? Imagino que el pueblo debe estar lleno de esos ilustres desconocidos.

-Dentro de Jerez hay un personaje que se llama «El Torta» y que era el maestro de Camarón, tomaba clases con él. Ese es un personaje. Ellos consumen su propia discografía, el mozo de un bar que canta y te quedás impresionado. La nena de cuatro años que tenés al lado que te pasa el trapo en el tablao.

Adriano Calalesina


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