Salida bloqueada

Una devaluación serviría para reactivar la inflación y el gobierno dejaría de obligar a las provincias a ajustar.

Aunque el especulador George Soros se sintió obligado a aclarar que si bien en su opinión el peso argentino está sobrevaluado los costos de una eventual devaluación serían decididamente mayores que cualquier beneficio concebible, sus comentarios iniciales en torno de este asunto no pudieron sino molestar al presidente Fernando de la Rúa. Es que toda alusión al tema, trátese de una bravuconada por parte de un sindicalista de visión confesadamente estrecha o de un comentario académico formulado por un teórico comprometido con la flexibilidad cambiaria, le parece peligrosa porque sabe que «los mercados» aún no están totalmente convencidos de que su gobierno resultará capaz de mantener la paridad actual en una coyuntura caracterizada por la fortaleza del dólar y la debilidad de otras monedas como el real brasileño y el euro.

Tales temores distan de ser caprichosos. En última instancia, el destino de la convertibilidad dependerá de las dimensiones futuras de la economía nacional. Si ésta se hace más pequeña en términos reales, al gobierno le será imposible defender la cotización del peso a menos que opte por la dolarización, variante que el presidente De la Rúa acaba de rechazar. En cambio, si luego de recuperarse de la recesión actual el país logra expandirse a un ritmo similar a aquél de los Estados Unidos o superior, pocos manifestarían demasiado interés por la «salida» tradicional a menos que llegaran a la conclusión de que el peso debería valer más que el dólar. Por ahora, esta eventualidad puede parecer un tanto utópica, pero de producirse varios años de crecimiento vigoroso se transformaría en una alternativa más.

En el corto plazo, la convertibilidad ha supuesto muchos problemas para los empresarios que quieren vender más al Brasil y los preocupados por importaciones a su juicio excesivamente competitivas, pero para la economía en su conjunto ha hecho las veces de un gran dique de contención que sin duda alguna le ha ahorrado muchos desastres. Pero acaso su aporte principal no haya sido económico sino psicológico. Eliminada la «solución» más fácil, el gobierno y los empresarios tienen que pensar en lo que podría hacerse por mejorar el desempeño de la economía: como dijo Domingo Cavallo, «lo que debería haber dicho Soros es que los costos de producción en la Argentina son demasiado altos». Lo son no porque los salarios de los trabajadores son elevados sino porque en décadas signadas por el facilismo el país se habituó a soslayar los problemas imprimiendo más dinero. Mal que les pese a los voluntaristas, no es posible superar más de medio siglo de atraso en un solo lustro. Por excepcional que sea el desempeño de la economía en los próximos años, tendrá que transcurrir mucho tiempo antes de que la herencia populista finalmente quede liquidada.

Lo mismo que una droga, las devaluaciones pueden producir un período breve de bienestar aparente, pero por lo general sirven para debilitar al organismo. Si sólo fuera cuestión de una definitiva, después de la cual el país disfrutaría la estabilidad, los costos serían tolerables, pero en verdad pocos imaginan que esto sea lo que sucedería aquí si en un momento de desesperación un gobierno eligiera romper el vínculo entre el peso y el dólar. Como muchos economistas han estado advirtiéndonos últimamente, una devaluación serviría para reactivar los viejos mecanismos inflacionarios, el gobierno nacional dejaría de intentar obligar a los provinciales a reducir sus gastos y los sindicalistas conservarían todos sus privilegios. En otras palabras, el país apostaría nuevamente a la mediocridad y por lo tanto se alejaría cada vez más del Primer Mundo, resultado que por motivos comprensibles complacería a todos aquellos -sindicalistas venales, empresarios cortesanos, etc., etc.- que no estarían en condiciones de sobrevivir en un país primermundista pero que no beneficiaría en absoluto a los demás que a pesar de todo lo sucedido en el siglo pasado siguen creyendo que la Argentina debería asemejarse mucho más a los Estados Unidos o Europa occidental que al Brasil o a Bolivia.


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