Si no te gusta, te vas

Hace casi un año el escritor Noé Jitrik publicó en la contratapa del diario «Página 12» una nota que tituló «Camperas de cuero negro». Los portadores de tales camperas eran unos señores «corpulentos y muy serios» que acompañaban a Eva Perón en una reunión con trabajadores de la fábrica de los entonces populares caramelos Mu Mu, que había sido clausurada por el gobierno. El motivo invocado para el cierre -definitivo- fue el de que en una inspección de funcionarios municipales se había descubierto -dice Noé- «una escandalosa falta de higiene en el establecimiento», ya que «pululaban las ratas, ni hablar de cucarachas y para qué mencionar moscas y baños inadecuados y depósitos de basura…».

La clausura dejó a los obreros y obreras, entre ellas una hermana de Noé, en la calle. Unos días después del episodio los trabajadores fueron convocados a una reunión con directivos del sindicato. Estaban en el lugar, esperando, cuando de pronto aparecieron los sindicalistas acompañando nada menos que a Evita, quien también traía consigo a los de las camperas y a un gordo de cien kilos a quien llamaban «Costita» (ya entonces la obesidad comenzaba a ser una señal de identidad del sindicalismo peronista). Eva discurseó contra los dueños de la fábrica y se fue. Quedó en el uso de la palabra el gordo, quien prometió a los obreros que obtendrían trabajo en otro establecimiento que respetara las condiciones de higiene y seguridad.

A nadie se le ocurrió preguntar -todos prefirieron callar- sobre si el verdadero motivo de la clausura era que los propietarios de Mu Mu, socialistas, se habían negado a hacer un aporte «voluntario» a la Fundación Eva Perón. El gesto fue excepcional, porque todos los empresarios, que ni eran socialistas ni tenían entre sus planes el propósito de serlo, lo hacían.

En aquellos años sucedió algo parecido en Roca, sólo que el damnificado no fue un empleador sino un empleado del Banco de la Nación Argentina. En ésa, como en otras instituciones oficiales, el sueldo de un día, que era el 17 de octubre, era también un aporte «voluntario» a la Fundación, uno más que daba a Evita, «Jefa Espiritual de la Nación», la posibilidad de atender la multitud de pedidos que recibía de sus «grasitas». A cambio -y en lo que constituía una nueva práctica en la política argentina- una multitud feliz llenaba la Plaza de Mayo los 1º de mayo -ya no el día de los trabajadores para recordar a los mártires de Chicago sino la Fiesta del Trabajo- y 17 de octubre, para vivar a sus líderes y atender sus consejos: «De casa al trabajo y del trabajo a casa». Era el comportamiento de una clase obrera disciplinada que tampoco escuchaba a los socialistas y que los patrones sabían retribuir con sus aportes.

A decir verdad, el empleado, que era radical, no ignoraba que negarse a aportar eso podía costarle el empleo. Pero como su padre, también radical, estaba dispuesto a respaldarlo para que, si lo echaban, se fuera a Buenos Aires a iniciar estudios universitarios, se decidió a presentar una nota, concebida en términos formales y respetuosos, pidiendo que no se le descontara el día. Al cabo de un par de semanas recibió la respuesta, igualmente formal y respetuosa, que le comunicaba su cesantía «por razones de mejor servicio».

Con todo, el empleado consiguió un doble objetivo: el primero fue que no pudieron descontarle el aporte, porque lo echaron antes del Día de la Lealtad, y el segundo que, roto el vínculo laboral, se pudo ir a Buenos Aires.

Obviamente, y como en el caso del dueño de Mu Mu, la superioridad ocultó el verdadero motivo del despido. Pero las «razones de mejor servicio» invocadas formaban parte del pensamiento peronista entonces imperante. Negarse a aportar a la Fundación, de hecho una institución del Estado cuyo poder encarnaba en el macizo edificio de Paseo Colón, era como resistir el pago de un impuesto. O sea que formaba parte del «buen» servicio hacer el aporte.

La reparación de la injusticia llegó, para el empleado, con la Libertadora, que lo reincorporó al banco. Y no sólo eso. También castigó al peronismo con el decreto 4.161, de marzo de 1956, considerado «una afrenta (para el sentimiento democrático del pueblo argentino) que es imprescindible borrar».

Para borrar la afrenta el gobierno libertador prohibió «la utilización, con fines de afirmación ideológica peronista… de las imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas que pretendan tal carácter…».

Violaban el decreto «la utilización de la fotografía, retrato o escultura de los funcionarios peronistas o sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre propio del presidente depuesto, el de sus parientes, las expresiones peronismo, peronista, justicialismo, justicialista, tercera posición, la abreviatura PP, las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las composiciones musicales denominadas Marcha de los Muchachos Peronistas y Evita Capitana o fragmentos de las mismas y los discursos del presidente depuesto y de su esposa, o fragmentos de los mismos».

Las penas impuestas a los infractores eran de prisión de 30 días a seis años y multa de 500 a un millón de pesos (el dólar estaba a 18 pesos), la inhabilitación por doble tiempo del de la condena para desempeñarse como funcionario público o dirigente político o gremial y la clausura por 15 días o definitiva en el caso de reincidencia cuando el delito fuera cometido por una empresa comercial.

El empleado, en aquel mes de marzo de 1956, acodado sobre el mostrador de atención al público de la casa central del Banco Nación, leyó el decreto en un diario y se sintió satisfecho. Por fin había llegado la hora de la justicia.

 

JORGE GADANO

tgadano@yahoo.com.ar


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