Tipología criminal

Pensando en las diferentes clases de delitos y en sus autores, puede plantearse una línea de análisis útil a su mejor comprensión basada en la peligrosidad que para el grueso social representa uno u otro tipo criminal.

Dentro de esta trama general que estudia el fenómeno criminal, tan amplia, diferenciamos tres grandes grupos de delitos: a) aquellos basados en cuestiones puramente económicas tales como el robo en cualquiera de sus modalidades, el narcotráfico, el comercio de armas e incluso el secuestro extorsivo, seguido o no de la muerte de la víctima, etcétera; b) el homicidio basado en cuestiones pasionales, como los celos (véase, a guisa de ejemplo, «El inglés de los güesos» de Benito Lynch, para citar un clásico de nuestra literatura) o las discusiones del momento, apuntaladas en muchos casos por el alcohol, etcétera, y c) las agresiones más aberrantes -aquellas a nuestro entender imperdonables- como los delitos contra la integridad sexual. Esta pequeña clasificación no es, por supuesto, completa pero sirve a nuestros fines.

Claramente, los dos tipos delictuales más difíciles de prevenir, justamente por su carácter explosivo, son los pasionales y los que atentan contra la autodeterminación sexual; en este último caso me refiero con exclusividad al primer episodio criminal.

Sin embargo, un claro contraste puede y debe establecerse entre ellos desde el punto de vista de la ciencia, más exactamente del saber médico actual. Dicha diferencia -cuyo conocimiento cobra capital valor en lo que hace a la protección social- es la siguiente: el pasional -aquel que actuó motivado por un ardor incontrolable- muy difícilmente repita su conducta criminal; es decir, el pasional no será -casi nunca- un reincidente, entre otras cosas pues, extinta la persona objeto de su pasión, la misma se apaga igualmente. Por supuesto, esta premisa es válida en la medida en que no subyazca otra patología mental en el sujeto considerado.

Por el contrario, es bien sabido que el perverso criminal sexual, aquel que perpetra delitos imperdonables aun a la luz de los espíritus más duros, es -y será siempre- un reincidente, intratable y, por ende, de peligrosidad inmanente para terceros. Como paradigma de esta forma criminal puede citarse el caso Grassi.

Y hacemos aquí abstracción del concepto de «peligrosidad para sí mismo» toda vez que, muy a pesar nuestro, no nos preocupa de manera primordial el daño que el agresor pueda sufrir -por resistencia de la víctima o intervención de terceros- en el transcurso de una de sus violentas incursiones predatorias; para ello, para preocuparse por su integridad psicofísica, su reeducación y su reinserción social -mas no de la protección general de los ciudadanos- están los señores magistrados y muchos organismos de (pseudo) derechos humanos que sólo enfocan al victimario despreciando el padecimiento pasado, presente y futuro de la víctima. Pues -téngase bien claro- nunca la recuperación de la persona será completa luego de una agresión sexual. En otras palabras: basta de sentir angustia y conmiseración por el agresor; si algún sentimiento humanitario se debe, es hacia la víctima.

Émile Durkheim admite como normal una cierta cantidad de delitos en cualquier sociedad considerada, pero advierte también que esta conducta viene a ser un problema cuando un comportamiento desviado dado hiere las conciencias de la mayor parte de los ciudadanos. Ello es lo que ocurre con este tipo de delitos contra la autodeterminación sexual: sobrepasan, por su misma aberración, cualquier intento de entendimiento y comprensión excepto, claro está, los antes mencionados de ciertos cultores de derechos humanos y muchos magistrados pseudoprogresistas.

Enseñaba el maestro Vicente P. Cabello que todo delito, por demás patológico que sea, remite a la idea de un criminal enfermo. Pues bien, ¿de qué otra manera más que de malsanas, pueden tildarse las acciones de un pedófilo, de un violador?

No se trata entonces de negar la raíz de la enfermedad que puede aquejar a estas personas sino, muy por el contrario, de aceptar la existencia de dicha patología junto a la imposibilidad de su tratamiento efectivo a la luz de los conocimientos actuales de la ciencia médica.

Ergo, como toda enfermedad que carece de tratamiento y cuya expresión es evidentemente dañina, destructiva para la generalidad, su portador debe ser -sin duda alguna- separado inmediatamente del corpus social, no necesariamente encarcelado como castigo, toda vez que esto sería criminalizar una enfermedad, pero sí encerrado en una institución adecuada a la protección del resto de los ciudadanos y no ser liberado por absurdos subterfugios legales basados en desatinadas y anacrónicas leyes hasta tanto haya cesado, efectivamente, su condición de peligroso.

Yerran por tanto los jueces cuando -quizás mal asesorados, quizás despreciando el saber científico en su soberbia- dejan libres a criminales sexuales mientras encarcelan a otros que desde el punto de vista de la ciencia criminológica son, sin duda, mucho menos peligrosos para el cuerpo social genéricamente considerado.

Es ésta una de las tantas cuestiones reprochables al Poder Judicial de nuestro medio: su menosprecio, la poca estima que tiene por el conocimiento científicamente validado en ramas ajenas a su cometido específico y, a partir de allí, los groseros errores que comete en sus dictámenes.

Es hora, pues, de que los magistrados reconsideren su proceder y de que los expertos en temas médico-legales aunemos esfuerzos para ser tenidos en debida cuenta por parte de los señores jueces a la hora de emitir sus fallos.

Pero para esto último -para hacer valer ciertamente nuestro conocimiento- es necesario -al punto de imprescindible- modificar urgentemente los planes de enseñanza de los que luego serán los especialistas en temas forenses -particularmente en los campos de la Medicina Legal y la Psiquiatría Forense- para que éstos alcancen la verdadera tékhne de los griegos, es decir, un saber hacer sabiendo por qué se hace lo que se hace, y esto sólo es posible cuando el experto sabe fundar su acción sobre juicios universales aplicando luego dicho conocimiento a los casos particulares sometidos a su experticia.

Por supuesto, entonces, esta tékhne no se alcanzará solamente constituyendo expertos en cuestiones meramente técnico-científicas; su formación deberá incluir, obligatoriamente, aquellas materias que hacen a la íntegra formación humana tales como Filosofía, Sociología, Antropología, Ética, etcétera. Mientras no quede clara esta cuestión y no se pongan en marcha estos preceptos, el saber médico legal no alcanzará nunca la real posición de mérito que le corresponde.

ALEJANDRO A. BEVAQUA (*)

Especial para «Río Negro»

(*) Médico.

Especialista en Medicina Legal bevaquaalejandro@hotmail.com

ALEJANDRO A. BEVAQUA


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