Un héroe nacional

Si bien ciertos intelectuales «progresistas» renombrados, como el comunista portugués José Saramago, finalmente han llegado a la conclusión de que ninguna persona decente podría seguir simpatizando con un régimen tan brutal y arbitrario como el liderado desde hace casi medio siglo por Fidel Castro, parecería que en nuestro país por lo menos amplios sectores toman al dictador caribeño por un estadista admirable, acaso el representante más digno de América Latina ante el resto del mundo, razón por la cual fue ovacionado con entusiasmo por los legisladores en el Congreso Nacional, tratado con gran respeto por el flamante presidente Néstor Kirchner y escuchado con veneración por una multitud que para oír sus palabras acudió a las escalinatas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. De haber sido cuestión de manifestaciones de apoyo organizadas por los jefes de sectas extremistas que quisieran emular a Castro, encarcelando o fusilando a sus adversarios y expulsando del país a los «burgueses», sería posible atribuir el clima festivo y autocongratulatorio que fue ocasionado por la mera presencia en nuestro suelo del dictador amado a nada más que las extravagancias de grupúsculos minoritarios que por fortuna no están en condiciones de hacer mucho más que gritar consignas truculentas, pero parecería que buena parte de la clase política del país, encabezada por la fracción actualmente dominante, comparte plenamente los sentimientos de los dispuestos, por motivos ideológicos o por rencor incontrolable, a reivindicar la violación sistemática de los derechos humanos y a negarse a celebrar elecciones si de este modo un régimen logra mantener a raya cualquier variante concebible del capitalismo.

De más está decir que a juicio de sus partidarios el mérito principal de «Fidel» , como tantos lo llaman, se debe a que sea el mandatario más antinorteamericano de América Latina. Aunque muchos juran y rejuran no sentir hostilidad alguna hacia «el imperio», la verdad es que abundan los que siempre están preparados a festejar sus traspiés auténticos o meramente presuntos, prever cataclismos económicos inverosímiles, esperar que sus ejércitos pronto sean derrotados de forma humillante en el campo de batalla por alguno que otro dictador y mofarse del nivel intelectual a su entender lamentable de sus ciudadanos, dando por descontado que el propio es inmensamente superior. Tal actitud puede atribuirse tanto a la envidia como a la conciencia de que, gracias en buena medida a Estados Unidos, el mundo se ha convertido en un lugar en que el orden sociopolítico argentino es sencillamente incapaz de prosperar y en consecuencia será necesario llevar a cabo cambios que con toda seguridad resultarán traumáticos. A diferencia de las élites de algunos países como el Japón que ante el desafío planteado por el poderío norteamericano optaron por afrontarlo con inteligencia, energía y tesón, las nuestras prefirieron la alternativa facilista de limitarse a protestar, a descalificar y a lamentar lo injustas que en su opinión son las dificultades que el destino los ha obligado a intentar superar.

Es de suponer que muchos admiradores de «Fidel» dirían que sus sentimientos son ambiguos, que si bien no vacilaron en adularlo porque, al fin y al cabo, es un «luchador», no pensarían jamás en imitarlo pisoteando sin remordimiento alguno los derechos ajenos. Con todo, aunque la costumbre de exaltar a «héroes» sanguinarios de otros tiempos o de otras latitudes sin proponerse emularlos siempre ha estado bastante difundida -sería absurdo creer que todos los panegiristas de Alejandro Magno o Napoleón se sintieran deseosos de reeditar su hazañas en la vida real-, el que el dictador más feroz de la América Latina moderna también sea el político más «carismático» de la región no puede sino resultar preocupante. Por cierto, si por algún motivo la democracia dejara de estar de moda en el mundo, sería más que probable que el grueso de nuestra clase dirigente recayera con alivio en las tradiciones autoritarias que supuestamente fueron abandonadas de una vez y para todas en 1983, imputando tal regresión a «la necesidad» de hacer frente al imperialismo yanqui, a la patria financiera y, cuando no, a las conspiraciones «neoliberales».


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