La Peña: Las historias vigentes de los trenes

Columna semanal

Una década o tal vez un poco más pasó desde el lanzamiento. Pero con los tiempos de Argentina, con la historia que parece repetirse, suena como si fuera hoy, como si estuviera ocurriendo.

El disco de Jairo, para mi una de las mejores voces de la música argentina, “Ferroviario”, desnuda en pocos minutos una historia conocida por todos en el país, la del tren, porque para nosotros más que el ferrocarril es el tren, el que sirvió para comunicar y unir, el que recorrió cada rincón. Tanto que el día que dejó hacerlo los pueblos se empezaron a morir.

En el 2004 Jairo lanzó ese disco, pero tiene plena vigencia en tiempos donde la vuelta del tren es materia de diálogo cotidiano. Es que no hubo micros ni aviones que reemplazaran al tren como tradición, como fenómeno cultural y social.

Tal vez se pudo viajar mejor, pero al tren lo llevábamos en el corazón, porque cuando llegaba a los pueblos con él llegaban las noticias, los diarios, las revistas, las encomiendas. El tren era el portador de lo que la gente esperaba. Una carretilla, un motor, una caja, una carta o “El Gráfico”, todo llegaba en el tren. Cuando el tren dejó de pasar por los pueblos, llegó la ausencia, esa que se siente todavía.

En ese trabajo, Jairo canta un tema que se llama “Ladrón de trenes” y lo hace con tanta emoción que se convierte en un relato impecable de esos tiempos.

“Yo soy el ladrón de trenes que está en la fotografía reclamado vivo o muerto por toda la policía.

“Mirando bien el retrato no salgo favorecido llevo la barba crecida parezco un hombre jodido.

“No crean lo que están viendo y vayan a preguntar en el barrio me conocen yo soy un tipo legal.

“Mi abuelo, mi padre y yo los tres fuimos ferroviarios pero pararon los trenes por que eran deficitarios, no se anduvieron con vueltas dejaron todo desierto el Mitre quedó vacío el Belgrano medio muerto.

“¿Qué es lo que hace un ferroviario cuando le quitan el tren? primero se vuelve loco después empieza a beber”.

Datos

El abuelo nunca quiso que su patio fuera de cemento. Menos aún de baldosas. El abuelo siempre defendió el patio de tierra. “Es más fresco” solía decir, pero siempre supimos que había otras razones para no cementar.
El abuelo tenía pensamientos firmes y cuando se le ponía una cosa en la cabeza no había forma de modificar su pensamiento.
En realidad para el abuelo perder el patio de tierra era un poco perder contacto directo con lo que más quería. Hombre de cuidar la tierra, de sembrar, de conseguir cosechas de calidad, tomaba su casa como a la finca. Y sabía que para las fiestas, sobre todo para las de fin de año donde la cosa terminaba en baile, nada reemplazaba al patio de tierra. Solíamos viajar unos kilómetros para pasar año nuevo con la familia paterna y sabíamos lo que nos esperaba. Fruta de postre, una siesta silenciosa para estar descansados en la noche y varias tandas de riego para que el patio estuviera firme. Sin hacer barro, nos repetía una y otra vez.
Y a la hora de la mesa larga, de la cena, del baile, se sentía ese aroma incomparable a tierra mojada, el fresco que la misma tierra nos daba. Y en ese momento le dábamos la razón al abuelo, entendíamos que su pedido era razonable, aunque nos parecía más moderno un patio de cemento.
Claro, mientras el abuelo vivió, lo único que permitió fue que se pusiera contrapiso en la galería. El patio se mantuvo siempre de tierra, casi como un sello inalterable. Ese mismo paisaje, cuando ya las fiestas terminaban, se llenaba de catres, de los auténticos, que eran los elegidos a la hora de dormir cómodos.
El patio de tierra sobrevive, un poco porque muchas familias no pueden poner otro piso y otro poco por tradición. En el noroeste argentino dicen convencidos que no hay mejores zambas ni mejores chacareras que las que se bailan en los patios de tierra. No sé si será tan así, pero lo que sí está claro es que atrapan, que conquistan, que nos regalan hasta el aroma.

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