Recordando al gran Cátulo Castillo

Uno de los más importantes poetas del tango fue homenajeado en Buenos Aires a 100 años de su nacimiento.

BUENOS AIRES (Télam).- El enorme poeta del tango Cátulo Castillo fue homenajeado ayer, con motivo de cumplirse cien años de su nacimiento, por la Academia Nacional del Tango y la Junta de Estudios Históricos de Boedo, en el bar Esquina Homero Manzi (San Juan y Boedo).

Entre otros disertó el presidente de la Academia, Horacio Ferrer, y actuó la Orquesta de Estilos Tangueros de la institución, dirigida por Julián Hasse.

Poeta, músico, novelista, boxeador, dramaturgo y sindicalista, Ovidio Cátulo González Castillo tuvo la oportunidad de nacer el 6 de agosto de 1906 en el hogar de José González Castillo, un anarquista rosarino que brilló como autor teatral y fundó periódicos aquí y en Chile.

La vida del hijo no podría entenderse sin la del padre, ya que juntos compusieron tangos -«Silbando» fue el primero, en 1923, también con Sebastián Piana-, viajaron a Europa para observar el furor por el tango y compartieron un inclaudicable amor por los humildes.

A los 8 años, de vuelta de Chile, Cátulo emprendió el aprendizaje del violín, pero poco después lo cambió por el piano, del que llegó a ser un gran ejecutante. Hacia los 15 el boxeo comenzó a ser el centro de su vida. Estuvo a punto de participar en las Olimpiadas de París de 1924, a las que sí asistió otro argentino, Pedrito Quartucci, y la frustración de ese deseo lo lanzó definitivamente en brazos del tango, por lo que el ring quedó relegado a esporádicos matches locales.

Ganó el tercer premio del concurso anual organizado por el empresario Max Glucksmann con «Organito de la tarde», y con los 20 mil pesos que ganó por derechos de autor -desde «Silbando» hasta «Caminito del taller»- hizo el viaje a Europa con su progenitor.

Ese periplo significó el alejamiento profesional entre los Castillo -Cátulo se quitó el apellido González para su actividad artística-, ya que José volvió antes y se dedicó de lleno a escribir piezas teatrales. De vuelta en la Argentina (1928) Cátulo se dedicó a reclutar músicos para su futura orquesta, a integrarse con Miguel Caló, Ricardo y Alfredo Malerba y el cantor Alberto Maida, entre otros nombres que luego fueron renombrados.

El triunfo de su agrupación en Barcelona, París y otros lugares del viejo mundo la llevó a Joinville, en cuyos estudios Carlos Gardel filmaba «Luces de Buenos Aires», y ese encuentro despertó su interés por el cine.

De hecho, José había sido argumentista en el cine mudo argentino. Otra vez en Buenos Aires fue profesor de música en el Conservatorio Nacional Manuel de Falla, se integró a grupos literarios como Cerebro y Almafuerte, de marcado interés por lo social, e intensificó su tarea de compositor.

Según el estudioso Julio Nudler, Cátulo «recorrió los

temas que siempre obsesionaron al tango: la dolorosa nostalgia por lo perdido, los sufrimientos del amor y la degradación de la vida (aunque) no tuvo espacio para el humor ni para el énfasis rítmico de la milonga».

El especialista señalaba que la palabra «último» aparece en varios de sus títulos, «como dando testimonio de ese desfile de adioses que atraviesa sus letras, donde hay siempre compasión por quienes padecen y el frecuente recurso del alcohol como fuga». Miembro de un Olimpo integrado también por Enrique Santos Discépolo, los Homeros Manzi y Expósito, José María Contursi y Enrique Cadícamo, fue al mismo tiempo autor de algún exitazo teatral como «El patio de la Morocha», con la orquesta de Aníbal Troilo en vivo.

Como poeta plasmó tangos imperecederos como «Caminito del taller», reivindicativo de la clase obrera, el intenso «Tinta roja», el romántico «María» -de 1945, con Troilo- y el evocativo vals «Caserón de tejas», curiosa recreación de clase media.

Hubo muchos otros, como «Una canción», «Desencuentro» y «La cantina», también con el Gordo, y temas con música de Armando Pontier, Héctor Stamponi y Carlos Viván, pero ninguno puede mostrar el profundo existencialismo de «La última curda». Ese tema con música de Troilo tuvo un par de versiones inmortales de Edmundo Rivero -la original, con el músico, y otra con Horacio Salgán-, en el que en medio de una serie de metáforas maravillosas define a la vida como «una herida absurda».

Algún tema menor como «El último café», con música de Stamponi, sirvió sin embargo como un decoroso adiós endulzado por las voces de figuras jóvenes y de fin trágico como Julio Sosa y Susy Leiva, que en los 60 luchaban contra la avalancha de la «nueva ola».

Antes de 1955 había sido elegido presidente de Sadaic y del Consejo Panamericano de Sociedades Autorales, pero con la caída del peronismo fue despojado de esos cargos y se recluyó con su esposa en una quinta bonaerense.

Allí se dedicó a recoger perros callejeros y escribir, hasta que veinte años después fue designado asesor artístico de radio y televisión, pero entonces el poder era López Rega y una crisis cardíaca impidió por fortuna que asumiera en esas condiciones. Murió querido y admirado por los tangueros argentinos y de todo el mundo el 19 de octubre de 1975.


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