La Iglesia y los golpes de Estado

Por Carlos Segovia

Un pronunciamiento de obispos católicos formulando un “mea culpa” o pedido de perdón por sus actitudes frente a la dictadura militar tendría que ser considerado como un hecho significativo no sólo para los católicos, sino para el conjunto de la sociedad, ya que supone admitir o asumir responsabilidades frente al genocidio.

Sin embargo, el documento muestra una franca ambigüedad por el uso socializante que de la culpa hacen sus autores, ya que sin hacerse una verdadera crítica, reparten las responsabilidades en forma genérica, eludiendo así las que les corresponden.

Así, por ejemplo, muestran una actitud elusiva de la verdad histórica cuando piden perdón “…porque en diferentes momentos de nuestra patria hemos sido indulgentes con posturas totalitarias, lesionando libertades democráticas…”. Más que indulgente, la Iglesia fue colaboracionista y compañera de ruta de los hombres de armas. Como lo sostiene el teólogo Rubén Dri, “en los golpes de Estado que desembocaron en gobiernos militares la Iglesia siempre contó, siempre fue actor principal, siempre fue tenida en cuenta, siempre fue decisiva”.

La connivencia entre la Iglesia Católica y las Fuerzas Armadas durante la última dictadura militar no es el resultado de una mera circunstancia. Es parte de una relación constante e intensa entre dos instituciones autoritarias, de una estricta disciplina, de férrea estructura vertical, que se consideran llamadas a cumplir destinos comunes y predeterminados, en función de imperativos superiores tales como Dios, la patria, la familia, la propiedad y se autoproclaman convocados para dirigir los destinos del país, unos desde el ejercicio del poder material y otros desde lo espiritual.

Esta relación sacerdotal-militar comienza a gestarse a fines de los años ’30, cuando la mayoría del clero argentino, fuertemente influenciado por una concepción antiliberal y por la orientación proveniente del Vaticano como resultado de su relación con el gobierno de Benito Mussolini que se plasma en el Tratado de Letrán y en la complicidad religiosa frente al fascismo, comienza a prestar apoyo a grupos nacionalistas del Ejército de inspiración católica integrista que apuntaban a instaurar un Estado corporativo para enfrentar al movimiento comunista internacional. Uno de los más destacados voceros de este pensamiento fue monseñor Gustavo Franceshi, director de la influyente revista “Criterio”, defensor del Duce italiano, a quien consideraba “un orientador insigne”, declarado antisocialista y con posturas antisemitas.

Consecuentemente, cuando el 6 de setiembre de 1930 las fuerzas militares derrocan al presidente constitucional Hipólito Yrigoyen y asume el general Félix Uriburu, la jerarquía eclesiástica expresó su respaldo al gobierno usurpador.

El golpe de Estado del 4 de junio de 1943 también registra un importante apoyo y un mayor compromiso de la Iglesia, ya que quienes lo encabezaban eran oficiales de formación católica y nacionalistas, aunque ya en esa época con más inclinaciones al nazismo que hacia el fascismo, igualmente declarados anticomunistas y antiliberales, expresiones repudiadas por la Iglesia. Este respaldo le significó poner a un hombre propio, Gustavo Martínez Zuviría, al frente del Ministerio de Educación y obtener, mediante decreto-ley del 31/12/43, la implantación de la enseñanza de la religión católica en las escuelas, lo que significaba la derrota del laicismo en la educación pública establecido por la ley 1.420 de 1884.

Luego de un período de gran identificación con el gobierno peronista y de intenso clericalismo oficial, se produce la ruptura y el enfrentamiento que desemboca en el golpe militar del 16 de setiembre de 1955, en que la Iglesia tuvo una activa participación tanto en su gestación como en su concreción, existiendo un evidente nexo entre la jerarquía católica y los conjurados militares, al extremo que una de las contraseñas golpistas era la de “Dios existe”. Tanto en el corto período del general Eduardo Lonardi como en el del general Pedro E. Aramburu, integraron esos gobiernos hombres significativos del catolicismo.

El próximo golpe militar fue el 28 de junio de 1966, cuando las Fuerzas Armadas derrocaron al presidente Arturo Illia y colocaron en el poder al general Juan Carlos Onganía, conformándose un gobierno al que la Iglesia aportó hombres y equipos provenientes de sectores tales como el Opus Dei, “Cooperadores Parroquiales Cristo Rey”, los “Cursillos de la Cristiandad”, etc. Podemos mencionar a Jorge Néstor Salimei, ministro de Economía; Nicanor Costa Méndez, de Relaciones Exteriores; Atilio Dell’Oro Maini en Educación, Martínez Paz en Interior, Guillermo Borda, Luis María Gotelli y otros connotados católicos que colaboraron durante ese gobierno, lo que lleva al semanario “Análisis” a afirmar que “…se extiende la creencia de que si la Iglesia no es el gobierno, al menos los hombres salidos de sus filas lo integran en una proporción tan abrumadora como inocultable”.

Una muestra elocuente de esta comunión se registra cuando Nicanor Costa Méndez jura como ministro de Relaciones Exteriores y Culto ante Onganía, y el dictador invita al cardenal Antonio Caggiano, máxima autoridad de la Iglesia argentina, a firmar el acta respectiva. Todo un símbolo de la íntima relación entre la espada y el hisopo en el “onganiato”, según la caracterización de Gregorio Selser.

Y así llegaríamos a la culminación de este periplo nefasto, que es la etapa que se abre el 24 de marzo de 1976. Como lo sostiene Rubén Dri, “los militares no hubiesen dado el golpe sin la anuencia eclesiástica, ni hubiesen podido llevar a cabo su cometido genocida sin contar con la legitimación teológica que le proporcionó la Iglesia”. (“Proceso a la Iglesia Argentina”). Y esta afirmación no necesita de mayores argumentos si tenemos en cuenta que la Argentina es un país eminentemente católico, donde la opinión de la Iglesia tiene amplio respaldo y que una oposición suya al golpe o las denuncias públicas por los crímenes de la dictadura hubieran colocado a los militares en situación insostenible.

En este sentido, la jerarquía eclesiástica cumplió una tarea legitimadora de la dictadura genocida. El propio representante del Papa, monseñor Pío Laghi, formuló su respaldo categórico al sostener el 27/6/76 que la Iglesia “…está insertada en el proceso y acompaña a las Fuerzas Armadas…”.

La Iglesia participó apoyando el accionar de los militares a través del respaldo de sus jerarquías y la presencia de sus capellanes castrenses en los ámbitos cuarteleros. Para monseñor Tórtolo, “…La Providencia puso a disposición del Ejército el deber de gobernar, desde la presidencia hasta la intervención de un sindicato…”. “…Yo no conozco, no tengo pruebas fehacientes de que los derechos humanos sean conculcados en nuestro país. Lo oigo, lo escucho, hay voces, pero no me consta…” y, en un acto donde se otorgaron premios a la “virtud militar”, “…soldados, hay dos alternativas: ser fieles o traidores a Dios y a la Patria. Los paños tibios o los medios términos no corren en esta hora del mundo…”.

No se trata, como dicen los obispos en su pedido de perdón, de haber sido “indulgentes” con la dictadura. La Iglesia fue cómplice del terrorismo de Estado que implantó la dictadura, porque conoció de la existencia de los centros clandestinos de detención y de las personas allí alojadas, de la tortura, de las desapariciones forzadas, del robo de niños, como ha quedado fehacientemente demostrado a través de pruebas irrefutables.

Ni siquiera la Iglesia defendió a sus propias mujeres y hombres víctimas de la dictadura, como el caso de los asesinados obispos Angeleli y Ponce de León. A la fecha se encuentran aún desaparecidos 18 sacerdotes, 11 seminaristas y siete religiosas y religiosos; 33 religiosos detenidos en centros clandestinos y luego liberados y un número considerable de laicos o militantes católicos que sufrieron desapariciones, detenciones, torturas y toda clase de vejaciones, sin que la jerarquía eclesiástica se haya preocupado por sus destinos.

En este contexto sólo un pequeño y valeroso grupo, como los obispos De Nevares, Hesayne y Novack y sacerdotes como Puigjané y Capitanio, entre otros, enfrentaron a la dictadura y desafiaron con su conducta a la jerarquía eclesiástica.

Por ello, al menos en el aspecto considerado, el pronunciamiento de la Iglesia carece de sinceridad y nos recuerda la autoamnistía de los militares.


Un pronunciamiento de obispos católicos formulando un “mea culpa” o pedido de perdón por sus actitudes frente a la dictadura militar tendría que ser considerado como un hecho significativo no sólo para los católicos, sino para el conjunto de la sociedad, ya que supone admitir o asumir responsabilidades frente al genocidio.

Registrate gratis

Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento

Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora