Hitler en Viena
Por Jorge Gadano
Cuienes, como Francis Fukuyama, creen que con el derrumbe del comunismo soviético se ha concretado el triunfo definitivo e inamovible del capitalismo liberal, deberían comparar este fin de siglo con el fin del siglo XIX. Una mirada desapasionada y ecuánime les enseñaría entonces que los deseos de eternidad se reducen a cenizas en medio de grandes catástrofes.
En esta columna nos ocupamos alguna vez del derrumbe de las grandes ilusiones finiseculares. Y no parece ocioso volver hoy sobre el tema, porque en el ingreso a un nuevo siglo las apariencias, una vez más, pueden enceguecer a los partidarios del inmovilismo.
El agitado siglo XIX dejó la escena con promesas de orden, paz, libertad y progreso. En su transcurso, Francia había sido el motor de Europa. Desde la revolución de 1789, pasando por Napoleón y los alzamientos proletarios de 1830, 1848 y 1871, el continente que la humanidad eligió para avanzar hacia la libertad marchó al ritmo marcado por los franceses. Entonces, ningún Fukuyama se habría atrevido siquiera a pensar en la eternidad de nada.
Pero llegó la Comuna y se inició otra historia. Las barricadas de los obreros de París fueron arrasadas a cañonazos por el ejército que había perdido la guerra contra Prusia. Como suele suceder, los militares derrotados por el enemigo externo se reivindican matando a sus compatriotas. Entre los comuneros que cayeron en el combate y los fusilados quedaron en las calles 30.000 muertos. Al cabo de casi un siglo, los vientos revolucionarios cesaron.
Con esa cruenta lección, la subversión concluyó, nació la Tercera República de Adolfo Thiers y, de su mano, la “Belle Epoque” de la burguesía.
Por entonces, entre la muerte de un siglo y el nacimiento de otro, la Revolución Industrial avanzaba con la fuerza de las locomotoras de Stephenson, el capitalismo derribaba fronteras e invadía todos los rincones del planeta, y los burgueses sólo pensaban en acumular dinero y poder. Creían, como los monarcas del Ancien Régime, en que nada movería ese mundo de ricos y pobres que habían hecho suyo.
Como los economistas ahora se ocupan de todo y tienen las explicaciones que ningún otro mortal es capaz de dar, es mejor dejar que ellos digan por qué, en la historia del capitalismo, se produce de tanto en tanto una gran catástrofe, como si necesitara destruir para sobrevivir.
Contra lo que sus beneficiarios creían, la Bella Epoca no fue eterna. Entre el comienzo de la Gran Guerra, en 1914, y la revolución rusa de 1917, nació otra época, en la que se entrelazaron las ilusiones y el horror.
Con la desaparición del mundo soviético, el capitalismo ha recuperado el planeta. Ahora sí, Fukuyama asegura que el futuro pertenece al capitalismo democrático.
El rostro más representativo del horror del siglo XX es, a no dudarlo, el de Adolfo Hitler. Su más reciente biógrafo, el irlandés Ian Kershaw, nos lo muestra, ya adolescente, en Viena, la ciudad que bailaba los valses de Johann Strauss en los salones del emperador Francisco José.
De esa ciudad, que despertó los peores instintos de aquel joven austríaco devoto de Wagner que quería ser pintor, Kershaw dice: “La ciudad donde Hitler habría de vivir durante cinco años era un lugar extraordinario. Viena ejemplificaba, más que ninguna otra metrópoli europea, las tensiones sociales, culturales y políticas que señalaron el cambio de era, la muerte del mundo del siglo XIX. Tensiones que habrían de moldear al joven Hitler”.
“Viena era una ciudad de contradicciones en esos primeros años del siglo XX. Irradiaba majestuosidad imperial, opulencia deslumbrante y esplendor, emoción cultural y fervor intelectual. Pero por detrás de los regios palacios resplandecientes, de los imponentes edificios cívicos, los elegantes cafés, los parques espaciosos y los bulevares espléndidos, por detrás de la pompa y el oropel, había también la pobreza más atroz y la miseria más espantosa de Europa. La ciudad rezumaba solidez burguesa y respetabilidad, fariseísmo, rectitud moral, modales refinados y buena educación. Pero bajo la superficie imperaban el vicio, la prostitución, la delincuencia…”.
La descripción sigue, pero lo reproducido es suficiente para advertir que, al cabo de cien años, muchas grandes ciudades, demasiadas, se parecen a aquella capital de los Habsburgo y que en ellas vegetan millones de jóvenes agobiados por las mismas frustraciones que golpeaban a Hitler en Viena, a tal punto que años después supo decir que “a ese período le debo el haberme endurecido”.
Nada indica, por cierto, que pueda producirse una nueva guerra mundial como la que, entre 1914 y 1918, dejó a Alemania humillada y en crisis. Si la hubiera, sería el fin. Tampoco existe hoy la amenaza de la izquierda, que llevó a grandes corporaciones alemanas a colocarse del lado del agitador que, después de Viena, predicaba en las cervecerías de Munich. Es sólo que, hoy como ayer, el orden democrático no es más que una cáscara.
Cuienes, como Francis Fukuyama, creen que con el derrumbe del comunismo soviético se ha concretado el triunfo definitivo e inamovible del capitalismo liberal, deberían comparar este fin de siglo con el fin del siglo XIX. Una mirada desapasionada y ecuánime les enseñaría entonces que los deseos de eternidad se reducen a cenizas en medio de grandes catástrofes.
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