Después de Lula
Como hace poco los chilenos nos recordaron, el que un presidente determinado disfrute de un índice de aprobación estratosférico en la etapa final de su gestión no siempre beneficia al candidato de la misma agrupación política. Aunque en su país el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva es casi tan popular como lo es Michelle Bachelet en Chile, la mujer elegida para representar el Partido de los Trabajadores oficialista, Dilma Rousseff, según las encuestas de opinión se ve aventajada por entre 8 y 11 puntos por el opositor, José Serra, del Partido de la Social Democracia brasileña. Por tratarse de una ex guerrillera que, como el presidente electo uruguayo José Mujica, pasó años entre rejas, hay dudas en cuanto a su voluntad de seguir por el mismo camino que Lula que, para sorpresa de muchos, no tuvo empacho en hacer lo necesario para mantener contentos a “los mercados”, colaborando con el FMI y respetando la disciplina fiscal, además de promover programas sociales que han permitido a decenas de millones de personas salir de la pobreza extrema. Con el propósito de tranquilizar a quienes dicen temer que Rousseff caiga en la tentación de girar hacia la izquierda, lo que a juzgar por la experiencia ajena tendría consecuencias negativas para el grueso de los brasileños, Rousseff insiste en que no tiene ninguna intención de emprender una aventura testimonial. Antes bien, se ha comprometido a “defender el equilibrio macroeconómico y la reducción de la vulnerabilidad externa”, ya que “no vamos a cambiar, como se hizo en el pasado, las reglas en medio del partido”. Así, pues, al igual que en Chile y en Uruguay, el electorado brasileño se polarizará entre dos centristas que en el fondo comparten el mismo ideario aunque, claro está, proceden de tradiciones políticas distintas y procurarán hacer pensar que no han olvidado por completo sus raíces. A diferencia de lo que sucede en nuestro país, en los tres vecinos que han sido gobernados últimamente por la centroizquierda se da la sensación de que está en marcha un proceso de desarrollo económico y social que, de no interrumpirse, les permitirá prosperar en un mundo al parecer irremediablemente globalizado. Dicho de otro modo, en Brasil, Chile y Uruguay se ha consolidado lo que suele llamarse un “proyecto nacional” que cuenta con el apoyo de un consenso muy amplio, razón por la que a ningún candidato presidencial serio se le ocurriría proponer desandar el camino para empezar una vez más desde cero. De acuerdo común, la gestión de Lula ha sido un éxito rotundo. Como señaló Rousseff al ser declarada la candidata presidencial del PT, su gobierno eliminó la amenaza inflacionaria, redujo el peso relativo de la deuda, multiplicó por más de seis las reservas, llevándolas de 38.000 millones de dólares a 241.000 millones, y vio aumentar por tres el comercio exterior. Aunque Brasil no gozó de un período de crecimiento “a tasas chinas” equiparables con las registradas aquí, el progreso ha sido constante y en la actualidad, a pesar de los nubarrones que están en el horizonte financiero mundial, parece estar en condiciones de aprovechar las oportunidades planteadas por la irrupción espectacular de China y, si bien de manera menos vistosa, de la India. Puede que en el clima rayano en el triunfalismo que impera actualmente en Brasil haya cierta tendencia a exagerar lo positivo y minimizar lo negativo, pero es claramente mejor que la ciudadanía confíe en que le espera un futuro pródigo en logros de lo que es sentirse abrumada por dudas de toda clase, como es el caso en nuestro país. Por haberse convencido de que, como integrante del grupo un tanto arbitrario de los “BRIC” –Brasil, Rusia, la India y China– que según pronosticadores neoyorquinos desempeñarán un papel clave en la nueva configuración mundial que está surgiendo, su país tiene el destino asegurado, los brasileños están más dispuestos de lo que de otro modo estarían a trabajar en conjunto y emprender proyectos ambiciosos de largo alcance. Como Rousseff y Serra entienden, se trata de una herencia que sería irracional despilfarrar, motivo por el que, gane quien ganare las elecciones que se celebrarán el 3 de octubre próximo, la mayoría da por sentado que Brasil continuará avanzando por la senda que eligió Lula ocho años antes.
Como hace poco los chilenos nos recordaron, el que un presidente determinado disfrute de un índice de aprobación estratosférico en la etapa final de su gestión no siempre beneficia al candidato de la misma agrupación política. Aunque en su país el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva es casi tan popular como lo es Michelle Bachelet en Chile, la mujer elegida para representar el Partido de los Trabajadores oficialista, Dilma Rousseff, según las encuestas de opinión se ve aventajada por entre 8 y 11 puntos por el opositor, José Serra, del Partido de la Social Democracia brasileña. Por tratarse de una ex guerrillera que, como el presidente electo uruguayo José Mujica, pasó años entre rejas, hay dudas en cuanto a su voluntad de seguir por el mismo camino que Lula que, para sorpresa de muchos, no tuvo empacho en hacer lo necesario para mantener contentos a “los mercados”, colaborando con el FMI y respetando la disciplina fiscal, además de promover programas sociales que han permitido a decenas de millones de personas salir de la pobreza extrema. Con el propósito de tranquilizar a quienes dicen temer que Rousseff caiga en la tentación de girar hacia la izquierda, lo que a juzgar por la experiencia ajena tendría consecuencias negativas para el grueso de los brasileños, Rousseff insiste en que no tiene ninguna intención de emprender una aventura testimonial. Antes bien, se ha comprometido a “defender el equilibrio macroeconómico y la reducción de la vulnerabilidad externa”, ya que “no vamos a cambiar, como se hizo en el pasado, las reglas en medio del partido”. Así, pues, al igual que en Chile y en Uruguay, el electorado brasileño se polarizará entre dos centristas que en el fondo comparten el mismo ideario aunque, claro está, proceden de tradiciones políticas distintas y procurarán hacer pensar que no han olvidado por completo sus raíces. A diferencia de lo que sucede en nuestro país, en los tres vecinos que han sido gobernados últimamente por la centroizquierda se da la sensación de que está en marcha un proceso de desarrollo económico y social que, de no interrumpirse, les permitirá prosperar en un mundo al parecer irremediablemente globalizado. Dicho de otro modo, en Brasil, Chile y Uruguay se ha consolidado lo que suele llamarse un “proyecto nacional” que cuenta con el apoyo de un consenso muy amplio, razón por la que a ningún candidato presidencial serio se le ocurriría proponer desandar el camino para empezar una vez más desde cero. De acuerdo común, la gestión de Lula ha sido un éxito rotundo. Como señaló Rousseff al ser declarada la candidata presidencial del PT, su gobierno eliminó la amenaza inflacionaria, redujo el peso relativo de la deuda, multiplicó por más de seis las reservas, llevándolas de 38.000 millones de dólares a 241.000 millones, y vio aumentar por tres el comercio exterior. Aunque Brasil no gozó de un período de crecimiento “a tasas chinas” equiparables con las registradas aquí, el progreso ha sido constante y en la actualidad, a pesar de los nubarrones que están en el horizonte financiero mundial, parece estar en condiciones de aprovechar las oportunidades planteadas por la irrupción espectacular de China y, si bien de manera menos vistosa, de la India. Puede que en el clima rayano en el triunfalismo que impera actualmente en Brasil haya cierta tendencia a exagerar lo positivo y minimizar lo negativo, pero es claramente mejor que la ciudadanía confíe en que le espera un futuro pródigo en logros de lo que es sentirse abrumada por dudas de toda clase, como es el caso en nuestro país. Por haberse convencido de que, como integrante del grupo un tanto arbitrario de los “BRIC” –Brasil, Rusia, la India y China– que según pronosticadores neoyorquinos desempeñarán un papel clave en la nueva configuración mundial que está surgiendo, su país tiene el destino asegurado, los brasileños están más dispuestos de lo que de otro modo estarían a trabajar en conjunto y emprender proyectos ambiciosos de largo alcance. Como Rousseff y Serra entienden, se trata de una herencia que sería irracional despilfarrar, motivo por el que, gane quien ganare las elecciones que se celebrarán el 3 de octubre próximo, la mayoría da por sentado que Brasil continuará avanzando por la senda que eligió Lula ocho años antes.
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