¿Medio submarino nazi cruzó el Alto Valle?
En medio del debate sobre la presencia de exjerarcas nazis en Argentina, fue sugestiva la aparición y trayectoria de un motor diésel-eléctrico de una nave alemana de 1943, que generó energía para CALF en senillosa en los años 70.

Como es de público conocimiento, existe una activa búsqueda histórica sobre la presencia nazi en la Argentina. Hay motivos para ello. En primer lugar, la fuerte inmigración alemana, con considerable poder económico particularmente en la industria de la construcción, las finanzas, etc., así como una notable penetración ideológica en las Fuerzas Armadas.
Claro que presencia alemana no significa necesariamente presencia nazi, pero para los cazadores de nazis esa diferencia no cuenta. También es cierto que el almirante Wilhelm Canaris, jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército alemán, colaboró con los nazis durante algún tiempo, aunque posteriormente se distanció del partido, al grado de participar en un complot para asesinar a Hitler. Descubierto, fue sentenciado a muerte y ejecutado por los nazis, ahorcado con una barra de hierro pocos días antes de la rendición alemana.
A los 27 años, siendo teniente de corbeta, Canaris vivió durante un año en la Argentina de manera subrepticia, y con seguridad cruzó el Alto Valle. Conocía, por lo tanto, el idioma español —que hablaba fluidamente— y también las costumbres y características del sur argentino. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, dos submarinos alemanes se entregaron en la Base Naval de Mar del Plata: el U-530 y el U-977. Ambos funcionaban con un sistema diésel-eléctrico: navegando en superficie o con snorkel utilizaban el motor diésel; sumergidos, cambiaban a propulsión eléctrica alimentada por baterías que se cargaban mediante una dinamo acoplada al motor diésel. El conjunto diésel-eléctrico era un prodigio de ingeniería por lo compacto y confiable.
Este conjunto de circunstancias alimenta la imaginación de los buscadores de nazis, que se esmeran en hallar indicios en la Argentina, donde efectivamente vivieron varios de ellos, e incluso se animan a deducir que Adolfo Hitler se refugió en la Patagonia.
Otro motivo que explica el entusiasmo por la “cacería” es que Argentina es el segundo país del mundo con mayor colectividad judía, y es comprensible que exista una sensibilidad especial hacia el Holocausto. Sin embargo, no es menos notable la presencia alemana en otros países y la discreta protección que muchos les otorgaron a científicos y técnicos alemanes, nazis o no.
Estados Unidos, por ejemplo, reclutó a cientos de científicos alemanes después de la guerra para impulsar sus desarrollos en el campo nuclear, misilístico, químico, etc. Allí no se advierte un entusiasmo similar al argentino por la persecución de nazis, aun teniendo la colectividad judía más numerosa del mundo.

El episodio de Villa Regina
Con este telón de fondo, en el verano de 1972, un sábado cualquiera, fui invitado sorpresivamente a viajar a Villa Regina, distante unos cien kilómetros de Neuquén, ciudad en la que yo vivía.
“In illi tempore”… En aquel entonces yo era Secretario Administrativo de la Universidad Provincial de Neuquén (que pocos años después se transformaría en la Universidad Nacional del Comahue). Mi invitante era el Ing. Aroldo Pacinni, decano de la naciente Facultad de Ingeniería. Un personaje peculiar, italiano reclutado por el Gobernador, testigo de primera línea del despegue de Neuquén compitiendo con General Roca, rionegrina, y con ese muchacho pícaro que era Cipolletti siempre oscilando entre Neuquén y General Roca.
En el camino, Pacinni me contó el motivo del viaje: se remataba en Villa Regina una dinamo que interesaba a la Cooperativa Eléctrica CALF, proveedora de electricidad en Neuquén, donde él era Gerente Técnico. Había que abastecer de energía a Senillosa, y con esa unidad —motor y generador acoplados— se resolvía el problema.
La dificultad era que, si CALF manifestaba su interés, el precio se dispararía, pues era comprador casi obligado. Entonces Pacinni ideó que yo, en nombre de la Universidad, debía comprar el equipo y luego cederlo a CALF. Me negué: la Universidad no necesitaba esa inversión, no estaba autorizada, y ni siquiera tenía una chequera para dejar la seña. Pero Pacinni insistía mientras entrábamos a Villa Regina.
—¿Y qué hacemos si la cosa se pone seria y consideran fraudulenta nuestra posición? —le pregunté.
—En ese caso, doctore, facciamo la confusione, y aquí no ha pasado nada. Yo lo arreglo todo —respondió, gesticulando con sus manos como si jugara con un globo de cumpleaños.
Llegó el momento de la subasta. Exhausto por la discusión, y sin saber exactamente por qué, levanté el brazo y compré el equipo al precio base.
—¡Vendido a la Universidad de Neuquén! —fue lo último que escuché.
Ahora había que entregar el cheque. Pacinni, con su carisma italiano, repitió a los vendedores que, por la premura, había olvidado la chequera, pero que la Universidad honraría la deuda el lunes. Por confianza en la palabra dada, por la honorabilidad de la Universidad, mía y hasta del Santo Padre si era preciso, los vendedores aceptaron.
El motor del lobo gris

Luego de la compra, quise al menos ver el equipo, fabricado en Hamburgo por la prestigiosa compañía Brown, Boveri & Cie en 1943. Treinta años de trabajo no le habían quitado lozanía: compacto, brillante, como un felino en reposo. Era el corazón de acero de los famosos “lobos grises”, los temibles submarinos alemanes.
El almirante Karl Dönitz había ideado su táctica de combate: detectada una presa (generalmente barcos con suministros para los Aliados), un submarino comunicaba el hallazgo y otros acudían. De noche, cuatro o cinco lobos grises atacaban juntos: una manada contra un cordero perdido.
Los Aliados compraban cereales a la Argentina, cuyos cargamentos salían por el puerto de Bahía Blanca. Los servicios de Canaris transmitían esa información a Berlín, y los lobos grises esperaban en el Atlántico. Era como pescar en una pecera.
¿La eficacia? En los primeros meses de la Batalla del Atlántico, hundieron 400 barcos mercantes, con 1,5 millones de toneladas de suministros.
El equipo comprado era visualmente imponente. Una chapa de acero cubría el acople del motor al generador, y sobre ella se leía la identificación de la máquina. A un costado, una mano había pintado el número 12 y el perfil rudimentario de un buque de carga.
Epílogo
Regresamos a Neuquén. Pacinni me llevó a las oficinas de CALF, donde el presidente y el gerente financiero firmaron el cheque para cubrir la operación. El lunes a primera hora lo entregaron al martillero, explicando que la Universidad había revendido el equipo a la cooperativa por una suma reservada.
El motor se instaló en Senillosa. Nadie supo hasta hoy que la Universidad fue propietaria, por unas horas, de un motor de submarino alemán.
Pero quedan cabos sueltos: ¿cómo llegó a Villa Regina ese motor? ¿Dónde está ahora? Algunos sostienen que se desguazó un submarino alemán en Necochea y que el equipo se vendió sin documentos a un intermediario de Villa Regina para una bodega. Otros, menos novelescos, afirman que se importó legítimamente en una subasta de excedentes de guerra europeos.
Todavía deben estar vivos algunos testigos de aquellos hechos. ¿Darán sus testimonios? ¿Cómo fue que medio “lobo gris” pasó por el Alto Valle?
Esa es la cuestión.

Como es de público conocimiento, existe una activa búsqueda histórica sobre la presencia nazi en la Argentina. Hay motivos para ello. En primer lugar, la fuerte inmigración alemana, con considerable poder económico particularmente en la industria de la construcción, las finanzas, etc., así como una notable penetración ideológica en las Fuerzas Armadas.
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