A la deriva

Puede que haya triunfado la vieja política, como dijo Bullrich, una mujer con agallas. Pero se trata de una victoria pírrica.

Las campanas están doblando por el gobierno de Fernando de la Rúa y el que está tocándolas con más violencia que nadie es el mismísimo presidente. Si para extrañeza de muchos su gestión agónica se prolonga hasta los meses finales del año que viene, no será por sus propios méritos sino porque la clase política nacional habrá resultado ser incapaz de formar otro gobierno que fuera claramente mejor, fracaso que nos diría mucho sobre la naturaleza de esta «crisis» exasperante en la que el país está ahogándose y que se debe más que nada a la resistencia de la mayoría de los «dirigentes» a asumir responsabilidades ingratas, limitándose a hablar pestes del hombre al que, en teoría por lo menos, no le es dado esquivarlas. Entre quienes nunca han compartido esta actitud rastrera que tanto mal está ocasionando al país está la ya ex ministra de Seguridad Social, Patricia Bullrich. Sin duda cometió su cuota de errores mientras formaba parte del gobierno, pero a diferencia de otros tenía las agallas necesarias para enfrentarse con una cúpula sindical vergonzosamente corrupta y con los vividores que pululan en las cercanías tanto de esta administración como de todos sus antecesores, además de luchar con tesón en favor de la estrategia del gobierno del cual formaba parte, negándose a «diferenciarse» fingiendo estar dotada de una sensibilidad social tan delicada que jamás soñaría con cohonestar una medida antipática. Huelga decir que se trata de cualidades que no merecían la aprobación de un presidente que ha hecho de su propensión a vacilar un culto. En lugar de respaldarla en su enfrentamiento con los caciques gremiales que, por razones evidentes, no tenían interés alguno en permitir la investigación de sus respectivos patrimonios, De la Rúa prefirió confiar en personajes dispuestos a negociar con ellos con la esperanza insensata de que a cambio de su voluntad de respetar sus «conquistas» lo golpearían menos. Asimismo, la decisión de convertir al rionegrino Daniel Sartor en ministro de Desarrollo Social a pesar de los graves cargos que penden sobre su cabeza hace pensar en que sencillamente no entiende lo que está sucediendo en el país.

La renuncia de Bullrich fue recibida con júbilo por Hugo Moyano, el cacique matonesco de los camioneros, y con satisfacción por muchos radicales que, indiferentes al hecho de que su gestión ha sido una catástrofe sin atenuantes, siguen insistiendo en que «la política» se limita al reparto de cargos entre los integrantes del partido oficialista de turno, modalidad que era difícilmente compatible con el planteo de la ex ministra que una y otra vez señalaba que convendría reunir la plétora de «planes sociales» que ya, se dice, están en marcha o que han sido propuestos en un solo ministerio, impidiendo así el crecimiento de «un monstruo de varias cabezas». Por supuesto que la idea de que un gobierno radical hiciera un esfuerzo auténtico y no meramente declamatorio por eliminar burocracias parasitarias irritó sobremanera a muchos correligionarios del presidente, privando a la ministra del apoyo «político» que le hubiera permitido continuar cumpliendo un papel clave en el gobierno.

Puede que, como ha dicho la ex ministra, haya «triunfado la vieja política», pero se trata de una victoria pírrica que de repetirse con la salida de otros enemigos de ciertas prácticas tradicionales como Domingo Cavallo y, quizás, Chrystian Colombo, supondría que en un momento crucial de su historia el país se encontraría con un gobierno que apenas existiera, o sea, en un estado de anarquía. ¿Lo entiende el presidente De la Rúa? Es difícil creerlo. Aunque a esta altura nadie lo tomaría por un mandatario «fuerte» y «decisivo», por lo menos podría brindar a aquellos colaboradores que están en condiciones de suplir las deficiencias de su jefe formal el respaldo pleno que requieran para seguir resistiéndose a las presiones y maniobras de paladines de la «vieja política», gobernadores que se aferran a sus aparatos clientelares, los corruptos que suelen medrar gracias a su relación con el poder y, de más está decirlo, los próceres del movimiento sindical más despreciado de toda América Latina y, quizás, del mundo entero.


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