Adolfo Bioy Casares, todo un estilo
Este mes, se cumplió el centenario del nacimiento del gran escritor, ganador del Cervantes e íntimo amigo de Jorge Luis Borges. Aquí, un perfil del caballero de las letras porteñas.
LITERATURA
Usaba cardigans Spencer, en general bordo. Botones de cuero. Camisas lisas. Corbatas escocesas. En invierno solía entrar a La Biela protegiendo el cauto raleo de sus cabellos con una gorra Jackie Steward. Sí, la que fabrica el muy británico excorrredor de F1. Y tenía manía por la raya de sus pantalones bien definida. Botas de gamuzón. O zapatos acordonados inexorablemente de suela de cuero.
Adolfo Bioy Casares fue todo un estilo. En la sobria y amable gestualidad con que se relacionaba. En el empeño sin elocuencias excluyentes con que hablaba. En la gentileza con que coincidía o se diferenciaba. En la minuciosidad no agobiante con que contaba detalles. Los cangrejales del Salado que lo estremecieron desde que los descubrió siendo muy pibe, por ejemplo…
Y esa tenacidad de usar pocas palabras para expresarse. Unirlas con paciencia de artesano helvético. También para escribir. Prosa limpia. Reflexiones y opiniones claras. Nunca dejar flotando, abierta, incierta en todo caso, una respuesta.
Todo un estilo.
Dice Silvia Hopenhayn en “¿Lo leíste?”, que en la literatura de Adolfo Bioy Casares, cada palabra cumple una función específica como piezas de un engranaje no solo mental, también sensorial. En “La invención de Morel”, por caso. “A diferencia de narraciones cargadas de epítetos, nombres fantasiosos, regodeos anímicos o golpes de efecto, cada frase de Bioy produce sentido y abriga la esperanza de sentimientos genuinos”, precisa Silvia Hopenhayn.
“El invento de Morel”, el estilo de Adolfito, como lo llamaba su amigo total: Jorge Luis Borges. Ese estilo – reiteramos -, limpio de escribir. De desplegar ideas que germinaban en cualquier momento. Reflejos para captarlas. Estamparlas en las libretas y cuadernos Rivadavia que siempre tenía consigo Adolfito. Estilo en escritura laboriosa. Muy trabajada. Adolfito gambeteaba las correcciones. “Me ponen agrio…no se”, señalaba. Por eso las palabras y su encadenamiento reclamaban mucho trabajo, mucho pensar previo.
“Cuando me decido a escribir un cuento o una novela trato de imaginar esa pieza en las forma más detalladamente posible, como para poder contársela a alguien. Ya medida que la voy contando a alguien voy descubriendo las partes flojas, las cosas que no convencen o no encajan en la trama. Una vez que siento que puedo escribirla empiezo a hacerlo, tratando de escribir todos los días, pensando provisoriamente que el texto no va a necesitar correcciones…”, decía.
Y escribía a mano. Luego dictaba.
Todo un estilo de ser. Ver. Pensar la literatura
Y en el camino forjado por ese estilo, encontrarse con Jorge Luis Borges. Décadas de amistad. Años de madrugadas partiendo del centro porteño rumbo Puente Alsina, Pompeya, Mataderos…entrar en boliches donde mandaba gente del Riachuelo, de los frigoríficos. Y ser “visteados” por rostros torvos, duros bajo sombreros calados con decisión en esas cabezas cuadradas. Huesudas. Pómulos con algo de Jack Palanc. Miradas achinadas…Los rostros que inmortalizó Ricardo Carpani…
Y ellos, Adolfito y Borges, apurando una grapa. Y salir serenamente, dejando una estela de curiosidad en la hosquedad del ambiente…
Eran los años en Borges “tenía es manía de ver las cosas”….
Entrar en cuanto velatorio se les cruzaba… “Entrar simplemente para curiosear”. Y seguir caminando por la Buenos Aires que tanto amaron.
Ironizar despiadadamente sobre el esfuerzo de Ernesto Sábato por ser escritor. O ironizar con crueldad sobre las vanidades de Victoria Ocampo, cuñada de Adolfito. Y en casa de esta, en Villa Ocampo, en el corazón del San Isidro que hunde sus raíces en 300 años de historia, someter al ridículo la obra de un invitado de Victoria: Tagore…
Y garronero Borges…. “Borges cena en casa”… “Borge almuerza en casa”…Años de garronear Borges en el departamento de Adolfito en la Recoleta…
“Traigan un pollo, pero que sea del Jockey. No como pollos que no sean del Jockey”, les ordenaba Silvina Ocampo a Adolfito y Borges. Y ambos partían en rumbo al Jockey en procura del excluyente pollo del Jockey. Pero lo compraban en cualquiera lado…Quizá en los del “Gordo Bachicha”, famoso pollero de Barrio Norte. Y volvían. Y cuando terminaba el almuerzo, segura de sí, Silvina sentenciando:
-No hay como los pollos del Jockey…
Y ellos, con estilo y al únisono:
– No hay como los pollos del Jockey…
Toda una amistad que interrumpió “esa costumbre que suele tener la gente”, diría Borges: La muerte. Su muerte aquel día de julio del ´86…
Toda una amistad que para cólera, urticaria e irritaciones varias en María Kodama, Adolfito contó en las 1664 páginas de su “Borges”.
El Borges con el que un día decidieron escribir juntos. Incursionar en el género policial. Y publicaron blindados con el seudónimo de Bustos Domecq…
Pero los descubrieron…
Entonces pusieron cara de nada.
Pero con estilo…
Carlos Torrengo
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