¿Impulsar un nuevo paradigma de la labor docente?

Redacción

Por Redacción

Un tema altamente polémico que eriza la piel de muchos y que por ello requiere mucha prudencia en su tratamiento y cuidadoso rigor en el uso de las palabras. Aun así es probable que haya quienes de buena o mala fe pretendan desvirtuar su sentido y por ello mismo es que hay que ser explícitos para no dejar lugar a dudas sobre la única y verdadera intención y la inexistencia de supuestamente oscuras intencionalidades subyacentes: esta propuesta contenida en estas líneas no pretende hacer recaer responsabilidades absolutas y mucho menos generales sobre los docentes por el deterioro de nuestro sistema educativo y tampoco aspira a debilitar, precarizar o reducir derechos laborales inalienables. Por el contrario aspira a que junto con el proceso de mejoramiento de calidad con igualdad sean jerarquizadas socialmente la trascendente y fundamental función y la labor de los docentes, incluso para que también puedan mejorar efectivamente sus condiciones materiales y alcanzar sus legítimas reivindicaciones. Hecha esta, a mi juicio, necesaria salvedad y destacando que estoy muy lejos de pretender ser “políticamente correcto” y mucho menos demagógico, porque a esta altura mi única intención es contribuir a un debate sobre las necesidades de nuestro sistema educativo para superar su progresivo deterioro, puedo entrar en tema. Una reforma como la que a mi entender necesita el sistema educativo público estatal debe necesariamente ser sistémica, integral y abarcativa de todas sus diferentes dimensiones. Dentro de ellas está también la esencia, no sólo las formas o regulaciones de la labor docente, porque el hecho educativo es fundamentalmente un hecho de relación humana entre educador y educandos. De allí su importancia superlativa, dicho esto sin que signifique desresponsabilizar a los demás actores del proceso y el sistema, ya que considero y estoy convencido de que la principal y más grande responsabilidad reside en la conducción política del mismo. Al inicio del sistema público estatal educativo argentino, a partir de 1860/1870, se instaló un paradigma alimentado por discurso, literatura (incluso lírica y poética) e iconografía que asociaba la labor docente con una suerte de sacerdocio heroico en la misión “evangelizadora” y la lucha del saber contra la ignorancia: el paradigma del docente (en especial el maestro o la maestra) apóstol. Las escuelas eran “templos del saber” o “avanzadas de la lucha contra la ignorancia” usando palabras de origen religioso o militar. Se construyó en torno a la labor docente una épica narrativa y a la vez impulsora de esa gesta o epopeya para usar las palabras de la época. Era el tiempo del ideal sarmientino, de los conceptos de razón y de progreso y del llamado espíritu normalista en referencia a la Escuela Normal que formaba a los docentes, los futuros misioneros. En derredor de 1970 comenzó a instalarse un nuevo paradigma: el del docente trabajador de la educación que puso el acento en sus reivindicaciones laborales y en la defensa de la escuela pública. Coincide también con la desaparición de las escuelas normales, reemplazadas por los Institutos de Formación Docente y se materializa con la fundación de la Confederación de Trabajadores de la Educación, primera organización sindical unificadora de todo el país sobre la base de sindicatos provinciales (coincide con la primera “oleada” de transferencia de establecimientos nacionales a las provincias), que comienzan a incluir en su denominación la frase “trabajadores de la educación” (Unter, Atech, Suteba, etc.) a diferencia de las organizaciones anteriores que se denominaban Confederación Argentina de Maestros y Profesores, Unión de Maestros Primarios, Federación de Educadores, etc. Nadie puede dudar ni desconocer que el docente es un trabajador, entre otras cosas, principalmente porque percibe un salario que le permite su sustento personal y familiar, tiene relación de dependencia y una patronal (aunque en este caso sea el Estado en representación de la sociedad y no procure ganancias o lucro sino crecimiento, “beneficio y rentabilidad social”), cumple horarios y está sujeto a regulaciones que fijan sus condiciones de labor. No puede entonces desconocerse que es legítimo sujeto de derechos netamente laborales: a asociarse sindicalmente y a luchar por mejores condiciones de trabajo y salarios. Cualquier pretensión de desconocer esos derechos y de retrotraer o suprimir cualquiera de sus legítimas conquistas sería no sólo anacrónico sino retrógrado y lesivo a su condición laboral. Ello no implica que en el constante juego de tesis, antítesis y síntesis se pueda procurar crear un nuevo paradigma que, sin lesionar ningún derecho, pueda contribuir más adecuadamente en forma progresiva a la intención de mejoramiento de calidad con igualdad y justicia. Estoy convencido de que el paradigma del trabajador de la educación es parcial, porque abarca sólo una parte –insisto que indudablemente legítima y que debe respetarse– de la complejidad y la trascendencia social de la labor docente. Por su propia índole, su tarea tiene un alto grado de autonomía porque el docente toma permanentemente decisiones que afectan a terceros, sustentadas en sus saberes expertos teóricos y prácticos fehacientemente acreditados. No se trata de una labor repetitiva o mecánica orientada sólo a su sustento, sino que está también motivada por un imperativo vocacional de alta trascendencia social. Considero que hay que avanzar hacia el paradigma de profesional de la educación. No se trata de un mero cambio de denominación, como podría parecer en una primera lectura superficial, sino una nueva concepción. Es indispensable acotar el sentido y el significado de la palabra “profesional” y definir a qué modelo de profesión nos estamos refiriendo para su mejor comprensión. Hay tres elementos básicos que definen el modelo: la formación profesional continua, que incluye la permanente actualización y perfeccionamiento de los propios saberes; la reflexión constante sobre sus actos profesionales, con la mira puesta en la superación, y responsabilizarse efectivamente por los resultados de su labor. No se trata, desde ningún aspecto, de preconizar el modelo de la profesión “liberal” promoviendo desregulaciones laborales ni forma alguna de precarización como podría temerse. Estoy convencido de que es necesario avanzar en este sentido porque es coherente y consistente con la aspiración de una reforma integral tendiente al mejoramiento de calidad con igualdad y justicia y porque también significaría un fuerte impulso a la jerarquización y recuperación de prestigio social de la tarea de los docentes. Lo más valioso que tienen los sistemas públicos de servicios a la sociedad son su gente, sus recursos humanos y resultan a la vez instrumento imprescindible para el mejoramiento de esos servicios, mucho más cuando nos referimos al sistema educativo que implica –por la misma índole y esencia del hecho educativo– un componente prácticamente excluyente de interacción personal entre educador y educando. No me cabe duda de que la gran mayoría de los docentes actúa, en mayor o menor medida, de esta forma y con similar sentido en el ejercicio de su labor cotidiana y son pocos los que no lo hacen, por lo que es necesario –insisto que sin dejar de reconocer y respetar la parte inherente a la legítima condición de trabajador– avanzar en crear las posibilidades para el afianzamiento y la institucionalización de este nuevo paradigma. (*) Ex presidente del Consejo Provincial de Educación de Río Negro

ROBERTO LUIS RULLI (*)


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