Bajo el signo de la perfección
"La Madonnita" de Mauricio Kartún, una puesta brillante con actuaciones destacadas.
CIPOLLETTI (AC).- El ser humano es tan imperfecto que odia, aborrece la condición que lo hace hombre. Desde tiempos inmemoriales ha perseguido con obsesión mordaz la idea de apresar en una sola forma aquello que en un momento determinado fue -desde su óptica- perfecto. «Embalsamar instantes» perfectos significa escaparle al deterioro del tiempo y manifestarse en contra de la vulgaridad de la cotidianidad. Fosilizar en las retinas la imagen más exquisita de una persona o un momentos deseado no es una oferta para descartar. Petrificar bajo los párpados aquello que alguna vez fue hermoso antes de tornarse imperfectamente humano es el deseo de los soñadores.
Hablar del imaginario de una sociedad a partir del encarcelamiento de una imagen en un momento efímero y fugaz es inteligente por donde se lo mire. Cómo hacerlo de un mundo alienado y seductor, inescrupuloso, sacudido por la sordidez. «La Madonnita» es una historia gris, penetrante y reveladora. «La Madonnita» logra hacer confluir el planeta real y el imaginario, y ese es uno de los atractivos principales de una pieza que muestra a un Mauricio Kartún en un doble papel, brillante doble papel: el de dramaturgo y director.
«La Madonnita» está dividida en cuatro escenas -Comunión, Carnevale, Sábado de ceniza y Pascua de Resurrección- que hacen base en un claro cimiento teológico por el que se escurre el discurso, que atraviesa toda la obra. Ella es carne y símbolo, una obra que atrapa a través del fetiche, un símbolo de culto sexual que enloquece, que desquicia.
La relación tríada que se genera desencadena en perversa. Perversidad que deambula y genera un dulce escozor durante toda la puesta que se zambulle en la piel del espectador. Esta obra bonaerense hace pie donde muchas caen de bruces: «La Madonnita» transgrede las reglas, entiende que hacer teatro no significa repetir palabras, sino que la llave que desestructura las bases internas del espectador están al final del arco iris, en la improvisación y la utilización del cuerpo, en la generación del conflicto. Doy fe de que ninguno de los 350 espectadores dejó el Centro Cultural, el martes por la noche, sin hacer un análisis general de esta maravilla de Kartún. Nadie salió pensando en algo que esté mucho más allá de los 90 minutos que acaban de presenciar.
Lo interesante de «La Ma
donnita» es la exploración, las sensaciones que genera y el crudo mensaje que decanta del trabajo de Kartún, quizá el dramaturgo más imaginativo que haya dado la Argentina en las últimas décadas. Esta pieza logra un equilibrio sustancial; ni la puesta ni las actuaciones trastabillan un centímetro. Kartún deja en evidencia que «La Madonnita» parió de su gusto personal su apego a dos mundos que se hallan en diferentes rincones de este ring que es la vida: el fugaz, eterno -paradójica
mente- y perfecto de la instantaneidad fotográfica -es un coleccionista de fotos antiguas e históricas- y el miserable de la época en que se desarrolla su obra: la de los tugurios y burdeles de la Buenos Aires de la primera mitad del siglo XX.
Personas sencillas, desprovistas de sensibilidad, atadas a prejuicios, condenadas a vivir así hasta mudarse a una fosa. En ese mundo brutal, el símbolo de La Madonnita -Filomena, interpretada por Verónica Piaggio- cobra significado, se erige en el estereotipo sexual de la pornografía del momento, en «Nuestra Señora de los gringos solos».
El conflicto de intereses no da tregua. Los espectadores son parte de una historia dramática y divertida. Ella es tímida y salvaje, tiene el rostro apagado y la piel de porcelana, pero sus ojos son rebeldes. Su marido, Herzt (el fotógrafo) -Roberto Castro-, la prostituye, la confina a un convivir si sentido y vergonzoso, la arranca de su verdadero amor. Y Basilio -Manuel Vicente-, el vendedor de esas imágenes, abrazado al amor platónico de La Madonnita, es lo mejor de la obra, muestra perfiles fascinantes, un grado de comicidad intenso y una utilización de los recursos histriónicos interesante. Todos ellos sufren. Tragedias personales que acaban con ellos.
En el atelier hay violencia, y eso agrega aún más miseria a personajes sumergidos en lo más bajo del ser. Un libro imaginativo y sustancial, una puesta que no sabe de fisuras, equilibrada, con actuaciones ricas y elocuentes. Y Kartún, que nos sumió en un intrincado misterio: ¿será bueno quedarnos sólo con la imagen perfecta?
Sebastián Busader
Nota asociada: Opinión: Lejos pero como en casa Un hospital en la platea
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