Ciegos y memoriosos
Por Héctor Ciapuscio
A Homero se lo califica como el primero y más grande de los poetas europeos y a sus obras como las epopeyas mayores de la civilización occidental. Se lo ubica en el siglo IX antes de Cristo y se le reconoce la creación de la Ilíada y la Odisea, que fueron base de la cultura griega y de la educación de las generaciones clásicas. La tradición ha repetido en todos los idiomas que este Homero era, como lo dice su nombre en traducción, un ciego. Indudablemente, si compuso en tiempos sin posibilidad de escritura -sólo dos siglos después fue adaptado el alfabeto fenicio para poner el griego en su grafía- los miles de versos cuya calidad literaria hizo decir después nada menos que al poeta y dramaturgo Esquilo que los suyos eran nada más que «migajas del festín de Homero», debió haber poseído una memoria fabulosa. Porque, aunque nos resulte difícil imaginar en nuestra era de material impreso cómo pudieron sobrevivir por siglos obras tan largas y complejas, las epopeyas homéricas fueron totalmente una creación oral.
También la cultura inglesa se enorgullece de una enorme poesía escrita por un bardo ciego. John Milton, quien escribió «El Paraíso perdido», una obra que hace eco en el siglo XVII a la «Divina Comedia» medieval de Dante Alighieri, tuvo un padre exigente que lo destinó ya desde la infancia al estudio de la literatura. Aprendió latín, griego y hebreo antes de la adolescencia, a los que agregó pronto francés, italiano y alemán. Con su fenomenal talento para los idiomas y su gusto por la lectura voraz día y noche, el joven se dedicó enteramente a clásicos y modernos, la matemática y la música, hasta transformarse en un erudito que asombró a las élites de Italia y Francia cuando visitó esos países. Su pena vino de sus gustos. Así desde los doce años le había comenzado un proceso de disminución de la vista que a los treinta se convirtió en pérdida total. Llamó a ésta «la suprema desgracia», pero en modo alguno renunció a la gran obra que se proponía. Organizó su vida en una rutina productiva. Largos años de disciplina de trabajo, levantándose al alba, dictando a un amanuense y haciéndose leer, le permitieron al fin coronarla. Pero para escribir una obra tan extensa hubo de tener, aparte de lo demás, una memoria prodigiosa. El poder de la memoria de Milton hizo que se lo comparara con Homero y hasta con profetas mitológicos como Tiresias, a quien Zeus le dio larga vida y el poder de la profecía después de que Hera, su esposa, lo dejara ciego por haberla visto desnuda mientras se bañaba.
Un tercer caso de ceguera y memoria excepcional es el de William Prescott, hijo de un juez de Boston, famoso en particular por su monumental historia de la conquista de México por los españoles de Hernán Cortés. Ingresado a la universidad de Harvard estaba sentado en el comedor cuando los estudiantes emprendieron un bombardeo de panes entre ellos y, por desgracia, recibió un trozo de corteza en el ojo izquierdo que tenía abierto. No volvió a leer con ese ojo y más tarde la inflamación afectó también el derecho hasta prácticamente cegarlo. Viajó por toda Europa en procura de remedio. Adquirió un aparato recién inventado al que llamaban «noctógrafo» que facilitaba el recorrido de los dedos por un texto y, de vuelta a su país, contrató secretarios y decidió «que el oído realizara en lo posible el trabajo del ojo». Los Bostonianos, que consideraban a Prescott como sólo un caballero rico, patricio, ocioso y cegatón, se asombraron cuando el hombre publicó una historia en tres tomos de los reyes de España Fernando e Isabel y más aún cuando aparecieron, monumentales, primero «La Conquista de México» y luego su «Historia de la Conquista del Perú», obras que lo exaltaron al rango de «Primer historiador científico de Norteamérica».
Y por último recordemos el caso de Jorge Luis Borges, quien no pudo ya leer ni escribir treinta años antes de su muerte en 1986 (tiempos cuando ocupó la dirección de la Biblioteca Nacional en la que tuvo como antecesores, curiosamente, a otros dos ilustres también ciegos, José Mármol y Paul Groussac) y se vio desde entonces obligado a trabajar con borradores mentales para la obra poética («volví a la poesía -es difícil escribir un cuento mentalmente- por la virtud mnemónica de la rima y del verso regular», decía en 1965) y sólo con recurso a su caudalosa retentiva para lo demás, diálogos, entrevistas, conferencias. Sobre esta cualidad suya escribió Alberto Manguel en el «Times Literary Supplement» que «su memoria gigantesca le permitía asociar trozos largo tiempo olvidados con otros textos mejor conocidos y gozar de ciertos escritos a causa de una sola palabra o de la música del lenguaje». Acerca de que, por otra parte, le interesaban especialmente las cosas de la memoria dejó múltiples pruebas, por ejemplo su cuento «Funes, el memorioso» y «El grabado», una poesía que dice: «A veces me da miedo la memoria./ En sus cóncavas grutas y palacios/ (dijo San Agustín) hay tantas cosas,/ El infierno y el cielo están en ella».
Por Héctor Ciapuscio
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