Cisma jurídico

Cuando de informar se trata, la ley es tan anárquica que lo único que importa es la actitud del magistrado en cada caso.

Por tratarse de personas, no de robots o computadoras, cada juez suele interpretar la ley a su propia manera, razón por la cual es habitual que influyan en los fallos lealtades políticas y prejuicios religiosos, pero las diferencias de opinión así supuestas deberían limitarse a matices sin suponer la aplicación de doctrinas radicalmente distintas. Sin embargo, esto es precisamente lo que acaba de ocurrir. Mientras que hace muy poco un trío de jueces produjo un fallo tan escandalosamente lesivo a la libertad de expresión, que el caso tendrá que ser llevado a la Corte Suprema o a instancias internacionales aún más elevadas, condenando al periodista Bernardo Neustadt y Telefé a pagar una indemnización de 80.000 dólares por lo dicho por una invitada en un programa de televisión, días después otro juez falló en favor del diario «Crónica» porque si bien la información difamatoria publicada, en notas difundidas diez años atrás, resultó ser falsa, el error se debió a la fuente que fue debidamente mencionada por el medio, de forma que éste no mereció ser castigado.

Como es natural, el fallo pronunciado por el juez en lo Civil Miguel Prada Errecart ha traído cierto alivio a los medios que aún no han digerido por completo las connotaciones del anterior, pero sucede que de haber decidido el magistrado a obligar a «Crónica» a desembolsar los cien mil pesos exigidos, la reacción no hubiera sido muy fuerte porque, al fin y al cabo, el planteo del querellante distaba de ser ridículo. No siempre tiene razón la prensa, y en ciertas ocasiones quienes se sienten injuriados no se equivocan al creerse víctimas de «campañas» inspiradas en el sensacionalismo o en la militancia política de los periodistas involucrados. Así, pues, convendría que los jueces aprendieran a distinguir con claridad entre los agravios debidos a «real malicia», que por cierto se producen, y los atribuibles ya al error involuntario, ya a la indignación legítima.

La contradicción flagrante entre los dos fallos, uno decididamente contrario a las libertades democráticas y otro destinado a reivindicarlas, no puede sino motivar inquietud. Entre otras cosas, hace de la Justicia una suerte de lotería o un juego de ruleta rusa, en el que la participación de un juez de ideas autoritarias le podría costar a un periodista decenas de miles de pesos.

Por cierto, de haber entendido el juez Prada Errecart en la causa que una jueza promovió contra Neustadt y Telefé a raíz de los comentarios irrespetuosos de un tercero, el país se hubiera ahorrado la vergüenza que le supuso lo que los más han tomado por un ataque frontal contra la libertad y una invitación a reintroducir la censura previa. Pero si bien el fallo de Prada Errecart ha servido para recordarnos que muchos jueces no tienen interés en apartarse de la ortodoxia nacional e internacional en esta materia, también significa que cuando de informar se trata la ley es tan anárquica que en el fondo lo único que importa es la actitud del magistrado, situación ésta nada satisfactoria en vista de la notoria politización del Poder Judicial y todo lo vinculado con él.

Por fortuna, el tema que a su modo particular están debatiendo los jueces no es complicado en absoluto. Es cuestión de determinar quiénes son legalmente responsables de un agravio, ¿solamente los que lo formulan o los medios que eventualmente lo difunden? Según Prada Errecart, por muchos motivos es necesario minimizar la presunta participación del «mensajero»; en cambio, los jueces que condenaron a Neustadt y Telefé insisten en que en todas las circunstancias los medios deberían aceptar la plena responsabilidad por todo cuanto difundan. Así, pues, fue absuelto un diario que es de suponer tuvo tiempo más que suficiente como para investigar «de manera diligente y razonable» la información publicada o de juzgar si merecía la pena utilizarla, pero fueron encontrados culpables un periodista y un canal televisivo que no tuvieron posibilidad alguna de verificar la verdad de las palabras pronunciadas por una invitada en un programa difundido en vivo, género que ciertos jueces parecen resueltos a eliminar.


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